Es mi hijo el menor. El que tenga ojos de ver no tenga duda.
Las pestañas aburridas, la boca de pejerrey, la mismita pelambre del
erizo.
No es bello, pero camina con suma dignidad y tiene catorce años.
Nació en el desierto y ni puede soñar con las caladrias en los
cañaverales.
Su infancia fue una flota de fabricantes de harina de pescado atrás
del horizonte.
Nada conoce de la Hermandad del Niño.
La memoria de los antiguos es un reino de locos y difuntos.
Sirve en un restaurant de San Bartolo (80 libras al mes y dos platos
calientes cada día).
Lo despido todas las mañanas después del desayuno.
Cuando vuelve, corta camino entre las grúas y los tractores de la
Urbanizadora.
Y teme a los mastines de medianoche.
Aprieta una piedra en cada mano y silba una guaracha. (Ladran los
perros.)
Entonces le hago señas con el lamparín y recuerdo como puedo las
antiguas oraciones.
Una madre habla de su muchacho de Antonio Cisneros
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