Ella tenía unos nombres extraños, a mi antojo.
Unos días se llamaba cereza; era redonda y suave,
pequeña y reluciente. No venía en racimo,
sino única y aislada cereza de mi gusto.
Otros días se llamaba paloma,
y era tierna, plumosa, llena de arrullos lentos.
En libertad volaba sobre los altos pinos
para volver cansada a dormir en mis manos.
Otros días se llamaba fuente, y era un prodigio
cantar sosegado, de frescor y de luces.
Cuando yo le agitaba las alas, se reía
con ondas que tardaban un rato en aquietarse.
Otros días se llamaba albahaca, y olía
maravillosamente -sobre todo al crepúsculo-
y era tan delicioso el aire de su aroma
que la ciudad entera parecía perfumada.
Otros días se llamaba lágrima, y daba pena
verla tan pequeñita, resbalando en tibieza
salada, melancólica, sin ganas de jugar
y pensando que sólo estaba por los suelos.
Otros días se llamaba cristal, y la veía
transparente y un poco avergonzada
de que yo la supiera del todo y sin secreto,
sin hablarle siquiera. Y era frágil y pura.
A veces se llamaba niebla, y era tristísimo
ver como todo, en ella y en mí, se hacía invisible.
Andábamos a tientas uno en busca del otro,
pero no nos hallábamos y estábamos distantes.
Otros días se llamaba piedra, y era tan dura
que mis manos sangraban y el amor me dolía.
Cuando ella se llamaba piedra… ( Mejor será
olvidar esos días minerales y oscuros. )
Otros días se llamaba corazón. Daba gusto
verla tan incansable, tan tierna. No podía
casi acercarme a ella por miedo de dañarla,
pero estábamos juntos y nos decíamos cosas.
Otros días se llamaba arcángel. Se perdía
de mi alcance. De pronto yo me encontraba, trémulo,
a la vera de Dios. Todo brillaba tanto,
que pienso que esos días comenzó mi locura.