Virgilio, antiprofeta de Lourdes Gil

Yo la sostuve mordaz en la palma de la mano
esta isla en peso
sin los colgajos relumbrantes de sus nimbos
ni el dulzor nocturno del alelí o de la verbena.
Me instalé como huésped
en el bagazo apagado de sus grietas
y me burlé del mito de su alegría y su inocencia.

Me arrastró el manglar tupido de los pantanos
hasta el cepo amoratado del alacrán.
Yo no quería me consumiera
la metáfora encrispada de su fuego
pero me devoraba aquella tierra húmeda
que iba desmoronándose a mis pies
y hasta el aire se iba descomponiendo
en el cerco voraz de las transfiguraciones.
De allí nadie salía.
Ni su asfixia.

Yo dibujé temprano el litoral sediento de arcoiris
desde la lejanía de Buenos Aires.
Y regresé a que sus voces abrumadoras
me aplacaran.
Regresé a presenciar el desfile hechizado
de las sombras,
su inesperado abismo oculto en cada parque.
Me aguardaba la celada heroica de la miseria
anudándose a la cuerda de mis silencios,
que era el mismo silencio
que conspiraba en cada rostro
los rostros todos de La Habana.
Me rendí ante los cataclismos insulares
me rendí ante el verso y su rapiña incrédulo.

Cuando mis fastidiosos
congéneres osados, los poetas,
descorrían los cortinajes de aguaceros parroquiales
y celebraban el asombro genesiaco
del guanajatabey
en la cúspide de palmas heredianas,
yo iba tras la sonrisa siniestra de la madre.
Me seducía su lujuriosa oleada desentumecedora
su lunático quejido de siju
el borde mas oscuro de su alma: Lo cubano
(siseaba verrugosa)
no es el verde caimán ni se congrega
en el ingenio.
Ese hueso roído es lo cubano
esa ceniza gris.

En los asedios del sueño las noches que dormía
Vinieron signos difusos en macabras
danzas saturnales. La isla pesada
ingrávida
a remo a la deriva
como un náufrago en bajeles de palabras
en orfandad marina las copas de sus árboles
marejada lustral que barre las arenas.
Me apresuré a proclamarme antiprofeta,
A fugarme de las canonizaciones.

Abandonaba Nínive
justo al tragarme la ballena.
Les advertí a los papagayos y bufones
les advertí sus colorines.
Que envejezcan ahora sin esta fúlgida ciudad
de la que nadie puede salir.
Que se apeguen a su calcomanía.
Que envejezcan lejos sin la indecorosa llaga
de la que nadie se salva.

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