Yo, que fundé todos mis deseos
bajo especies de eternidad,
veo alargarse al sol mi sombra en julio
sobre el paseo de cristal y plata
mientras en una bocanada ardiente
la muerte ocupa un puesto bajo los parasoles.
Mimbre, bebidas de colores vivos, luces oxigenadas, que chorrean despacio,
bañando en un oscuro esplendor las espaldas, acariciando
con fulgor de hierro blanco
unos hombros desnudos, unos ojos eléctricos, la dorada caída
de una mano en el aire sigiloso,
el resplandor de una cabellera desplomándose entre música suave y luces indirectas,
todas las sombras de mi juventud, en una usual figuración poética.
A veces, en las tardes de tormenta, una araña rojiza se posa en los cristales
y por sus ojos miran fijamente los bosques embrujados.
¡Salas de adentro, mágicas
para los silenciosos guardianes de ébano, felinos y nocturnos como senegaleses,
cuyos pasos no suenan casi en mi corazón!
No despertar de noche el sueño plateado de los mirlos.
Así son estas horas de juventud, pálidas como ondinas o heroínas de ópera,
tan frágiles que mueren no con vivir, no: sólo con soñar.
En su vaina de oscuro terciopelo duerme el príncipe.
Abandonados rizos en la mano se enlazan. Las pestañas caídas
hondamente han velado los ojos
como una gota de charol y amianto. La tibieza escondida de los muslos
desliza su suspiro de halcón agonizante.
El pecho alienta como un arpa deshojada en invierno;
bajo el jersey azul se para suave el corazón.
Ojos que amo, dulces hoces de hierro y fuego,
rosas de incandescente carnación delicada, fulgores de magnesio
que sorprendéis mi sombra en los bares nocturnos o saliendo del cine,
¡salvad mi corazón en agonía bajo la luz pesada y densa de los focos!
Como una fina lámina de acero cae la noche.
Es la hora en que el aire desordena las sillas, agita los cubiertos,
tintinea en los vasos, quiebra alguno, besa, vuelve, suspira y de pronto
destroza a un hombre contra la pared, en un sordo chasquido resonante.
Bésame entre la niebla, mi amor. Se ha puesto fría
la noche en unas horas. Es un claro de luna borroso y húmedo
como en una antigua película de amor y espionaje.
Déjame guardar una estrella de mar entre las manos.
Qué piel tan delicada rasgarás con tus dientes. Muerte, qué labios,
qué respiración, qué pecho dulce y mórbido ahogas.
Yo, que fundé todos mis deseos de Pere Gimferrer
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