a veces él y ella jugaban al escondite en torno
los parvos de heno y los setos de ciruela podados
porque él entendía mucho de caballos y simientes
y olía a fruta desde el belfo a los cascos,
cuando sentado frente a ella con su abundante pelo amarillo
que estaba siempre tan revuelto como la melaza
y el agua de canela del tronco de aquel árbol de sus ojos
-de la supervivencia- eran los ojos que invadía la muerte
la sazón de la muerte con su espuma rojiza
(no hay palabra alguna para sacrificar la muerte
la muerte nunca está del lado de quien muere,
no señala su secreto en el acto de matar).
y ella entonces aportaba sus ojos que invadían la muerte
por encima de la sombra que entraba en el cieno.
yo tenía dieciséis años y lo veía venir
-lo abracé, como pude.
(debes olvidar toda argumentación, toda filosofía del desamparo)
me doblaba y mordía la punta de los dedos
tiznada de sagradas cenizas
bajo el calor de un sol meridiano
mi letra, su sílaba, simboliza el silencio después de la obsesión
-ella piensa en la divinidad.
no hacemos trampas.
el tiempo asesino le arrebata mi cuerpo y también
la abundancia del campo de la imaginación
donde todo fue amenazado
mientras la cosecha terminó de grabarse sobre el fango.
a veces de Reina María Rodríguez
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