La silueta del cuerpo está oscura ante la turbia luz
de corridas persianas. Acostado, siento tu rostro vuelto hacia mí como una
imagen de la eucaristía.
Cuando te desprendiste de mis brazos, tu susurrar «tengo que irme», sólo
alcanzó los más lejanos portales de mi sueño.
Ahora veo tu mano como a través de un velo, cómo ligeramente pasa la blusa
blanca por los pechos. Las medias,
ahora, después la falda, el pelo recogido. Ya eres otra mujer, una extraña
ataviada para el mundo y el día.
Entreabro la puerta. Te beso. Te devuelves, mientras avanzas, un adiós. Y
te alejas.
Acostado de nuevo oigo cómo se pierde tu pisada suave por el hueco de las
escaleras,
vuelvo a estar encerrado en el aroma de tu cuerpo que, brotando de las
almohadas, cálidamente invade mis sentidos.
Amanece aún más. Las cortinas ondulan. Un viento joven y un sol temprano
quieren penetrar.
Se levantan los ruidos. Música del amanecer. Me duermo suavemente
arrullado por sueños matutinos.
Al alba de Ernst Stadler
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