A Jean-Marie Roosbroeck
I
Contemplar un jardín.
Tras la cancela un vago
rumor de sombra: impune
amanecer, ya casi
luz vencida, y más luces
que se insinúan. Dalias
y moluscos, gaviotas y jazmines
tu plenitud asumen,
tu soledad. Los muros,
encalados, encubren
la noche en pie, su historia.
Ver la nube
lacia, como si el mar
fuese a la tarde un buque
encallado entre labios
de espuma. El mar. ¡Qué dulce
silencio! Inmensidad
sin nombre. En ti concluye
todo, el amor, el tiempo,
el chamariz que cruje
bajo el zarpazo tímido del sol
y ese insomnio de piedra
que ha de fluir y acrece
lo que es dolor, y duele, y se consume.
II
Contemplar un jardín.
O el mar. Mejor el mar.
Qué importa
la vastedad del cielo
en esta hora
frágil. Qué importaría.
Sientes la luz herirte y aprisionas
su sonido tenaz.
Si una palabra
hubiera, si una sola
palabra, que bastase.
Como a estas aguas quietas,
para existir, sus olas.