Al hilo de la siesta las callejas se adensan
en un silencio impenetrable; es entonces
cuando, en este verano solícito, la luz
ensaya su apariencia más palpable
y gravita tenaz sobre el asfalto,
confirma las virtudes del sosiego.
Crecen en esta hora extrañas formas
de la belleza: el fardo demudado del aire,
la quietud de metal de las ramas, la terca
grisalla de estos muros que la hierba puntea.
Miro el conjunto con desgana
desde el abrigo fiel de nuestro cuarto
y me miro igualmente a su través:
apenas una sombra en el cristal,
un súbito estremecimiento,
este molino en la cabeza
que me recuerda el tiempo transcurrido.
Tendida entre las sábanas, casi desnuda,
te desperezas vacilante,
con gestos tan fingidos que tú misma sonríes.
Tomo conciencia entonces de mi cuerpo
y me aguija esta rara semejanza
con las cosas que ahora nos rodean:
así las calles o mi cuerpo, tanto da,
la gris materia inerte
a manos de la luz o de tus manos,
lo que espera a vivir, y a vivir con violencia,
en el seguro pálpito que envuelve y enardece.
Blue hotel de Jordi Doce
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