CanciÓn A Teresita de César Dávila Andrade

Pálida Teresita del Infante Jesús,
quién pudiera encontrarte en el trunco paisaje
de las estalactitas,
o en esa nube que baja, de tarde, a los dinteles,
entre manzanas blancas, en una esfera azul.

Caperucita parda,
quién pudiera mirarte las palmas de las manos,
la raíz de la voz.
Y hallar sobre tus sienes mínimos crucifijos,
bajando en la corriente de alguna vena azul.
Colegiala descalza,
aceite del silencio,
violeta de la luz.

Cómo siento en la noche tu frente de muchacha,
encristalada en luna bajar hasta mi sien.
Cómo escucho el silencio de tu paseo en niebla,
bajando la escalera de notas del laúd.

Cuando amanece enero, con su frío de nácar,
sé que tu pecho quema su materia estelar;
y que la doble nube de tus desnudos hombros
se ampara en la esquina delgada de la cruz.

Cómo escucho en la noche de caídos termómetros,
volar, rotas las alas, el ave de tu tos;
y llorar en la isla de una desierta estrella
a jóvenes arcángeles enfermos como tú.
Teresita:
esa hierba menuda que viene de puntillas
desde el cielo a las torres;
ese borde de guzla que nace en los tejados;
esa noción de beso que comienza en los párpados;
la trémula angostura del abrazo en los senos:
todo lo que aún no irisa la sal de los sentidos
y es sólo aurora de agua y antecede a la gota,
y tiene únicamente matriz en lo invisible;
lo mínimo del límite, le que aún no hace línea,
eres tu, Teresita, castidad del espectro.
La comunión primera de la carne v el cielo.

Cuando el olivo orea su balanza de nidos,
cuando el agua humedece la niñez del oxígeno,
cuando la tiza entreabre en las manos del joven
la blancura de un lirio que expiró en la botánica,
allí estas tú, Teresita, víspera del rocío,
en la hornacina pura de un nevado corpiño,
con tu fantasma tenue, concebido en la línea
ligera y sensitiva en que nacen las sílfides.

Suave, sombra, celeste,
soledad silenciosa.

¿Quién te entreabrió ese hoyo de dalia en la sonrisa?
¿Quién te vistió de clara canela carmelita
como a una mariposa?
¿Quién colocó en tus plantas
los descalzos patines de celuloide y ámbar?
¿Quién te ungió las manos de divina tardanza
para que no pudieras
jamás herir las cosas?

Tenue, tímida, tibia,
traslúcida, turgente.

Por tu amor, la madera se vuelve una sortija
y la niebla, sonata al pasar por los álamos.

Por tu amor, en el éter se conservan los trinos,
las plegarias se tornan cascabeles azules
y la espiga, una trenza del color de los cálices.

Delgada, dulce, débil,
divina, delicada.

Tu doncellez intacta crea nardos ilesos
sobre ese fino valle del aire en los cristales,
cuando sólo es un trémulo sonido que no alcanza
a embozar en el tímpano el espectro del canto.

Novia que viajas sola
en un velero de hostias.
Enamorada pura en la edad de la garza.

Niña, nupcial, nerviosa,
nívea, naciente, núbil.

Cómo veo tus manos pasar por los bordados
y abrir una acuarela de anclas y corazones;
tus ojos que conocen esos duendes de cera
que andan con las abejas al pie de los altares.

Cómo siento tus trenzas ocultas en una gruta,
donde se agrupa el oro bajo un toldo de lino.

Ideal, ilusa, íntima,
irreal, iluminada.

¿Quién podrá olvidar tu nombre, Teresita?
¿Tu nombre que comienza en una noche de estrellas
y ha cambiado el sentido de la lluvia y las rosas?

Lo pronuncian los niños al llamar a las aves,
o al decir que las cosas les nacen en los ojos.

Las bellas colegialas que recogen en coro
una llovizna azul en el hoyo de las faldas.

Las novicias que cantan entre muros de nieve
y crucifijos pálidos.

Los monjes que hicieron de su sangre una nube
para guardar los campos con escuadrillas de ángeles.

Por tu finura de ángel con alas de violeta
y tu ternura inmensa que, a veces, se hace pena,
un Amor Infinito escribió en el cielo
la inicial de tu nombre con un grupo de estrellas.

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