La arquitectura salta toda al fondo de los ojos.
Así, la muerte, su caballo y su espada.
O un avión ubicado al irse el sol.
Ayuntando piedra con piedra acontece
en un juego de exacta llama sin tinieblas.
Alianza y pacto de ciudades distantes,
de hombres que adoran dioses obscenos y crueles
u obedecen a reyes o emperadores idiotas.
Y la sangre reconociéndose en milagro como en los mártires,
o el trópico en el color de la fruta.
Bajo el cielo de las islas Británicas, de Túnez, Odessa, Marsella, Callao,
las estrellas son las mismas
para los amantes y los marineros.
Uniendo con vena, deseo con deseo,
en un solo anhelo, en un solo destino.
Destino de raza, verificándose en permanencia de epopeya,
se sucede la estrofa de piedra.
La leyenda es siempre más fragante
que una rosa despierta en la noche.
Y mi corazón por ella sabe
del Inca Atahualpa. Y del católico capitán
don Francisco Pizarro, el de la sucia hoguera
y blanca golilla.
Y de Moisés, el libre soberbio conductor judío.
Continuado, seguro estilo de pueblo en vigilia,
porque hay mucho sueño adentro.
Así, el canto ha de ser duro y crecido en provenir
e invadido de sueño para que permanezca
en el diluvio trágico del tiempo.
Ahora, hay un paisaje que ofrece la piedra
y la línea sin cansancio del muro.
Y cuya sombra inédita, fresca y sin traición
comentarán regocijados los vagamundos,
a lo largo de sus flancos, donde el tiempo
se queda cansado de su tránsito,
y las gavillas de la lluvia se deshacen
en anchas caricias de manos enjoyadas de ternura.
Pero la piedra impone siempre su silencio,
recogido, milenario, profundo.
Entre los ángulos estrictos de las pirámides,
las momias de los faraones.
De piedra las manos autoritarias.
De piedra las frentes pensadores.
De piedra la angustia y las postreras palabras,
en las lenguas de piedra.
El Nilo, los camellos y las palmeras de piedra.
El desierto y el simún de piedra.
Los Ibis, las hetairas, los cortesanos
y los ídolos de piedra, en los ojos de piedra.
Canto a los muros de piedra de Guillermo Quiñonez Alvear
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