Canto VIII de Vicente Gerbasi

Cuando tú venías, venías hacia la muerte,
porque así son nuestros pasos en los días:
hacia las montañas detenidas en los crepúsculos;
hacia las ciudades que esperan la noche con luto y alegría,
tostando el pan, preparando dramas en los aposentos,
derramando rojo vino en las penumbras;
hacia los puertos donde las barcas dan descanso a los vagabundos;
hacia los pequeños caminos rojos,
donde nos duele el cuerpo del asno,
donde nos duelen los pies del mendigo,
donde nos duele el canto de la triste quinquina;
hacia nuestra futura vivienda,
con el susurro leve del naranjo
a cuya sombra estaremos en la mirada del hijo,
como en una hora del cielo,
del presentimiento y de la angustia.
Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos,
y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades.
Sí, tu existencia había creado sus cielos huracanados
sus aguas tumultuosas, sus nubladas lejanías,
y las tempestades agitaban los mares de tu corazón
con truenos y estrellas caídas
en las oscuras soledades del alma,
con naufragios y voces de mujeres
perdidas en la extensión de las olas y los países.
Soñabas con fantasmales buques en la sombra,
esos que llevan banderas de luto
y viajan hacia los puertos de podridos aceites
y antiguos desperdicios.
Y la furia levantaba ondas en la oscuridad de tu muerte,
perseguida por brillos lunares,
como una oleaginosa superficie negra
con vuelos de lentas aves relucientes,
ahí donde los astros gotean sus azules licores,
en ese espacio del misterio devorador,
con islas iluminadas en nuestra soledad.
Tu juventud llamaba a las ciudades del mundo,
a los vientos que soplan contra viejas murallas,
a la gente que vive en las oscuras minas,
a marinos que yacen bajo cruces del mar.
Tú, el viajero, el insomne, el descontento,
el que levantaba las manos hacia los relámpagos,
el que veía pasar las bahías
como la orilla serena y brumosa de la tristeza.
Sabías soportar las lejanías, siempre tan del corazón.
Sabías llegar.
Y eras ahí el anónimo, el oscuro, el devorado,
tendido en las noches calientes,
como los sacos, como los barriles,
a la orilla de los grandes navíos.
Un campesino te daba una copa de aguardiente.
Y aún era la noche oscura como un tambor,
salvaje como las patas, las mías y los dientes del tigre.
La noche, la noche llena de rumores de tamarindos,
de cocoteros movidos por una brisa
que te devolvía a otro tiempo,
al tiempo de tu aldea con campanas,
de tus mares del verano
con barcarolas cerca del amanecer.
Tú estabas dormido bajo las estrellas de otro mundo.
Padre mío, padre de mi universal angustia.
Y de mi poesía.

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