Y siempre fue un nuevo regresar,
un lento aproximarse de la noche,
un duro avanzar de la existencia,
un recobrarse a solas, un decirle a las sombras:
«Esperad, esperad al hombre.
No le rechacéis, guardadle bien, que es vuestro hijo…».
Suave lumbre de oro iluminaba tus tardes,
y árboles redondos iban basta el confín,
hacia brumas azules con reflejos ardientes,
hacia el confín del toro y la nube de fuego.
Era la tierra roja, con peñas, con tardones,
donde crece el tabaco
de blancas flores como pequeños cálices.
Dos mujeres había, dos mujeres junto al pilón.
Había brisa caliente y las dos pilaban con los mazos del pilón.
Pilaban el maíz para el pan,
como si tocaran un tambor,
un gran tambor,
en la tarde de tu inflamado corazón.
Temblaban sus pechos al golpe del pilón,
y la brisa removía sus negras y ondulantes cabelleras,
y levantaba las flores de su falda
y ellas reían, reían, entre los golpes del pilón,
reían hasta la noche,
donde los venados corren por un delirio de oro.
Canto XXI de Vicente Gerbasi
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