¿Habías visto, acaso, cómo ardía la soledad de tu sangre,
en medio del ancho mundo con océanos, llanuras y montañas?
¿Cuál era tu angustia, y tu afán y tu oscuro descontento?
¿No sabías, acaso, que deambulabas en tu propio drama,
con tus harapos incendiados, huyendo a través de las sombras,
con tu boca, tus manos y tus sienes en el fuego,
en la sombra, en la soledad, en la existencia,
como aquel que se debate en su sueño anónimo y sombrío?
Había una hora en las tabernas para ti,
junto al marinero, y al beodo, y al abandonado, y al triste,
y junto a la prostituta
que lucha con su corazón y sus recuerdos,
y quiebra copas contra los muros del mundo,
y ríe y canta, y ríe en la tristeza,
y siempre ama con su extraño corazón.
Y había una hora a la sombra de un gran ceibo para ti.
Y había una hora que no era de ningún sitio para ti.
Tú eras un hijo de la tierra,
moviéndote en la tierra, en las ciudades,
en los campos, hundido en tus solitarios recuerdos,
bajo los vientos que barren los anchos arenales del crepúsculo.
Canto XXII de Vicente Gerbasi
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