I
¿Era el viento de los vertederos
o algo en el calor
que nos seguía los pasos, con el verano agriándose,
y un nido pestilente incubando en algún lugar?
¿De quién era la culpa?, me preguntaba, inquisidor
del aire poseído.
Para de pronto descubrir,
al levantar la estera
que había larvas, moviéndose-
e hirviendo, hirviendo, hirviendo.
II
Mientras arreglo la puerta, con mis brazos
repletos de cereza silvestre y rododendro,
a través de la entrada escucho su perdido
gimotear, que, carraspeando, tintinea
mi nombre, una y otra vez.
Oh amor, he aquí la culpa.
Las flores sueltas entre nosotros
se reúnen, componen
una especie de altar del mes de mayo.
Estos capullos francos y caídos
se tiñen pronto del color de un dulce bálsamo.
Asiste. Unge la herida.
III
Oh atendimos nuestras heridas con corrección
bajo la dulzura hogareña
y yacemos como si la superficie fría de una hoja
nos hubiese dejado sin aliento.
Postulo más y más
curas gruesas, como ahora
cuando te doblas en la ducha
el agua vive cayendo por la pila bautismal de tus pechos.
IV
Con un definitivo
impulso nada musical
largos granos empiezan
a abrirse y se separan
hacia adelante
y de nuevo agotamos
el blanco, pateado
camino al corazón.
V
Mis hijos lloran la calurosa noche extranjera.
Caminamos por el suelo, mi boca podrida se desahoga
contigo y yacemos rígidos hasta que el alba
acude a la almohada, y al maíz, y la viña
que sostiene su plena carga hacia la luz.
Las rocas de ayer cantaban cuando las golpeábamos
estalactitas en las viejas cuevas, goteando oscuridad –
nuestras llamadas de amor pequeñas como un diapasón.