A Antoni Gaudí
los azules y verdes se entibiaban
hacia malvas y púrpuras,
como hogar encendido crepitaba la tarde,
y Ariadna
en sus ojos de niña, silenciosa
apresaba
el vuelo de las hojas y el ondear de un hilo:
estrechos ríos férreos surcaban
la ciudad de luciérnagas,
hasta la estancia mirador
llegaban aquellas dulces voces
de los locutores
que ella creía, habitaban allí,
felices y encantados por un mago
en aquel pequeño laberinto de cables,
misterioso
detrás del balcón y sobre el balancín
Ariadna se quedó dormida,
y en su sueño el crepúsculo
la condujo a una cueva
de galerías infinitas y abiertas puertas,
y ventanas que penetraban
en habitaciones de árboles
que daban al fondo
de un batiente mar
de danza planetaria,
y allí estaba él: genio, vate, Dédalo,
inmerso en el arte
y juego sin fin,
recorriendo casi agónicamente
con sus manos
el insondable espacio,
pesarosos los ojos
de no poder darle alcance al tiempo,
inagotable búsqueda, en sus dedos
apareció el extremo de un hilo,
corriente que lo arrastró hacia fuera,
un antiguo clochard se confundía
entre la muchedumbre ajena
en su mano una moneda para regar
aquel jardín eterno, abandonado
en la ciudad ausente, dormida
entre sus pasos,
Ariadna despertó violentamente,
tras los cristales el rostro
enmarcado en una conocida elipse,
y en las dos ondas verticales
de aquel número
raigambre
de obra, vida y muerte
sobre aquellos dos hilos paralelos
y negros, un cuerpo
desvencijado, anónimo,
y el parpadeo tenue
de una vieja luciérnaga