Caminando por la ancha avenida, en dirección norte,
el paso lento y cimbreado, las manos en los bolsillos
del estrecho pantalón vaquero, azul como las largas piernas.
La cadera prieta por el cinturón incitaba a la lectura
de dos inciciales entrelazadas en plata, trofeo ostentoso y viril
que anunciaba vete a ver qué locura desbocada,
allí mismo, en un oscuro lugar, verde y amarillo sobre el metal
quemante de tanto manoseo.
Saliendo del Kentucky el aire achicharraba a los insectos
y la noche ya oscura lucía su oferta cercana a la frontera,
de un lenguaje incisivo de resabio tex-mex,
el alohol verdoso, la madre de las margaritas,
apremiante ligereza para la voluntad vencida.
No podía imaginar el cielo cuya luna es un sombrero stetson
blanco, lo único puro que asiente en mi cabeza.
De nuevo en el bar las chicas nos sirven guacamole, fajitas,
machaca norteña, y mientras traen más bebidas
y nos obsequian con dulzura humillada,
sus largas uñas buscan surcos en la carne de la espalda.
El paladar ansioso de ardiente chipotle
rumia palabras enredadas que no puedo pronunciar,
válidas no más para una noche arrebatada, inesperada,
noche rabiosa y cruel bajo el polvo del desierto.
Ciudad Juárez de Rodolfo Häsler
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