Dan ganas de llorar mientras la luz, tan limpia,
se emora en caer sobre los cubos azules de la medina,
la luz es leche en el instante mortecino del crepúsculo
en su insistencia por una huida lenta.
Dejo de caminar mientras la actividad remite
y los faroles de las esquinas dan irrealidad a la fruta,
plátano o Kiwi en un vaso, si dios quiere agua de azahar.
No hay límite entre las tinieblas y el ardor del día,
las especias de los puestos callejeros confunden los montones
que acaban en la cocina del restaurante de Abdulaziz
donde adoban el pesacado para freír, los calamares a la romana
como aros amarillos en la lenta cocción de la tarde.
La gente aparece por todos los rincones, algunos van del brazo,
tuercen por callejones laterales, suben los escalones,
se pierden a medida que el blanco se desvanece, el azulete,
el ocre, el manganeso más crudo, habitáculos donde la vida,
desde un instante suspendido, levanta su guadaña
sobre el olor espumoso de la menta.
Tetuán de Rodolfo Häsler
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