De «Usted es la culpable» de Carlos Illescas

Usted, crucifixión de sombras

Dios, con vuestro poder empiezo este Desconsuelo,
el cual hago cantando, a fin de consolarme…
Ramón Llull

Acaba de entonar su canto, oílo
con claro acento diáfano, lo juro,
un bagazo de sombra. Con sigilo
su cautivo eco perseguí a lo oscuro
de un viejo corazón. Buscaba asilo
entre el peñasco sensitivo y duro
que, por usted Señora, en su ansiedad
reduce a luz difusa oscuridad.

Era una nota sostenida y pura:
cuajarón de miserias pero altiva;
asombro no mostraba en su ardentura
pero sí forma pasional y esquiva,
de objeto sordo que al buscar la oscura
visión de un alma que se dice viva,
mi luz apaga y luego se convierte
en anuncio cercano de la muerte.

Usted lo sabe amada mía. Claro
es mi destino ente sus manos; muero
porque sí muerto en mar, en ola, en faro,
bajo el terrible ayuno de su acero.
Desnazco a mi caballo, su reparo
es de la tierra que abomino fiero
porque su luz, Señora mía, crece,
mientras la mía sin cesar padece.

Producto de imaginaciones vengo
con paso desigual, sin más propósito
que oír la sombra entre mi canto rengo,
a dejar a su puerta un niño expósito
que hubo de engendrar mi corazón. Tengo,
Señora, que salvarlo. A su depósito
confío su precaria vida, tanto
como canta mi sombra hacia su llanto.

Entre sus manos dejo su ternura,
su día en el dolor articulado;
dejo su carne, traigo su conjura
de ser pequeño Cristo transformado.
Usted inyéctele su azul locura
mientras palpa su cuerpo lacerado
y percibe en la sombra de su ovario
la música infinita del Calvario.

Sobre un madero clávelo, inclemente
corónelo de espinas aceradas;
pregúntele despacio cómo siente
sus dulces y divinas puñaladas.
Amorosa destrócele la frente;
las entrañas, de usted enamoradas.
Óigale decir: “Muero, luego existo”,
en tanto reza Usted ante aquel Cristo.

Vuelve el sonido a revelar su guerra
de sombras. Fiebre de penumbra, arde;
la música es un puño que se cierra
en torno a mi garganta, o la cobarde
humana condición de ser la tierra
de quien alienta, nace y muere tarde
porque es Usted, sin más, la ley severa
que me ha prescrito que de amores muera.

Así es. De amores muero sin lamentos
de ociosa artesanía; muero y quiero
que vayan mis suspiros a los vientos.
Vientos quiero que mueran si me muero
sin pretender dejar mis aspavientos
de pobre moribundo en el sendero.
Sendero que yo quiero. (Sus pisadas
son pisadas de amor ensangrentadas).

Es un cuajo de sombras el que late,
repite y desestima mi baraja.
Es un grito de amor en el combate,
un manotazo frío hacia la caja;
es el musgo entonando el jubilate
a la existencia coja que trabaja,
en su risa morada de azucena,
el veneno de amor que me envenena.

Es todo mal, Señora, que enemista
virtud de un corazón hendido a pulso;
es dulzura atonal de la amatista,
un tajo a contralumbre y el convulso
sentimiento saudoso del artista,
esclavo sanguinoso del impulso,
que desea comérsela a Usted
y con su sangre mitigar su sed.

Arden las sombras, lujo intemporal
del espacio cuajado de serpientes.
Tango negro desata en vendaval
vasos de lumbre, cálidos nepentes.
Corre Justine seguida por el mal
desgarradas las fauces y los dientes
hincados en la carne de la diosa;
¿es flor la sangre, bella y primorosa?

Que no es el ruiseñor quien canta, oílo,
exquisita Madam Legere, lo juro;
era un puñal de amanecido filo
a cuya voz la carne de lo oscuro
caminos al morir halla un estilo.
Por eso entre su umbría me inauguro
seguro de nace3r a mayor vida
si usted, amor, me hiere con su herida.

¿Tal vez la alondra mañanera? Nunca
el cuajarón de sombras se produjo
melificando notas. La espelunca
abierta entre la carne se condujo
más bien, Amor, sobre la umbría trunca.
La voz sin luz Señora, que sedujo
mi corazón comido de gusanos
fue el cálido puñal entre sus manos.

* * * * *

Usted, tiempo inextinguible

Firme en mi amor y en mi tormento firme,
vengo a matarme yo, por no morirme.
Francisco de Quevedo

Aspiro temeroso asir la brasa,
ojo de tigre incandescente.

Invocaré su nombre, Amor,
su prodigioso nombre de avecica
amada alondra de los dioses.

Puestos los ojos en su rostro,
bello exorcismo de la primavera,
la rabia virulenta de la brasa,
áspid inextinguible, estrujo.

¿Escucha Usted mis gritos?

En nombre de la vida
la emplazo a que responda.
¿O acaso aguarda que, insensato,
apriete nuevamente tantas ascuas
como años calcinados
añade. Usted a su silencio,
más aún que combustible del exilio,
crisol del tiempo inapagable?

* * * * *

Usted, viacrucis mío

Lo que hice lo hice
para ti, mi sudario
Robert Herrick

¿Quisiera verme Amor, viacrucis mío,
en denodada lucha a muerte
con la más cruel de sus ovejas?
Si bien le place, exíjalo al instante.
Mañana al discurrir sereno
el limpio rosicler del alba
armado me verá con un cuchillo
matar a tan horrible bestia,
que todos en secreto nombra alma.
Usted,
culpable de estos versos,
su sangre beberá, estoy seguro,
en tanto lanzo en mi agonía
lamentos que transforman
en noche el dulce bostezar del alba.

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