XI
El firme amor, me diste con tus dones.
Vino a mí la ternura que esperaba
y me acompaña la que lleva el beso
más profundo a mi boca.
No pudieron
apartarla de mí las tempestades
ni las distancias agregaron tierra
al espacio de amor que conquistamos.
Cuando antes del incendio, entre las mieses
de España apareció tu vestidura,
yo fui doble nación, luz duplicada,
y la amargura resbaló en tu rostro
hasta caer sobre piedras perdidas.
De un gran dolor, de arpones erizados
desemboqué en tus aguas, amor mío,
como un caballo que galopa en medio
de la ira y la muerte, y lo recibe
de pronto una manzana matutina,
una cascada de temblor silvestre.
Desde entonces, amor, te conocieron
los páramos que hicieron mi conducta,
el océano oscuro que me sigue
y los castaños del Otoño inmenso.
¿Quién no te vio, amorosa, dulce mía,
en la lucha, a mi lado, como una
aparición, con todas las señales
de la estrella? ¿Quién, si anduvo
entre las multitudes a buscarme,
porque soy grano del granero humano,
no te encontró, apretada a mis raíces,
elevada en el canto de mi sangre?
No sé, mi amor, si tendré tiempo y sitio
de escribir otra vez tu sombra fina
extendida en mis páginas, esposa:
son duros estos días y radiantes,
y recogemos de ellos la dulzura
amasada con párpados y espinas.
Ya no sé recordar cuando comienzas:
estabas antes del amor,
venías con todas las esencias del destino,
y antes de ti, la soledad fue tuya,
fue tal vez tu dormida cabellera.
Hoy, copa de mi amor, te nombro apenas,
título de mis días, adorada,
y en el espacio ocupas como el día
toda la luz que tiene el universo.