Mira mis brazos, se cubren de neón,
abarcan la luz nocturna de los barrios y aeropuertos;
ese esparcimiento de órbitas tardas en peceras de cristal,
zona a zona,
planta a planta, la cometa de ascensores.
Mira mis ojos, todo lo ocupan
-más inmensos que el iris de la noche,
que la luz de la bahía resguardada de los puertos-,
derramados en la incógnita inicial del horizonte,
donde están los sueños todavía por crear.
Mira mi sexo,
mira su longitud cavernal
recibir la láctea dispersión de caminos boreales.
Mira mis piernas levantarse por encima de las patrias,
apuntalar la tierra, embovedar planetas,
también la lejanía ignorada,
de océano a océano,
piedra a piedra, el malecón de asfalto.
Mira mi huella pisar las calles,
sombrear la estela de los faros autónomos en los escaparates.
Mira mi pecho, imagina la nada impensable
y amnistía tu legítimo deseo.
Mira hombre mi ansiedad,
el húmedo filtro que atraviesa los cristales,
la perfecta distribución de las horas, las luces,
el sugestivo encaje de los vientos
y alza sobre mí
la dispuesta obscenidad de tu semblante.
Levántame los diciembres, el cristal vaporoso,
la línea suburbial donde acaba tu viaje.
No respondas al teléfono, es gerencia:
mira seis veces mi ropa,
acércame las sales, esa colonia agreste.
Déjame descansar y el mundo será nuestro,
también el baño de alto standing, estatura brutal,
y el dúplex de porcelana en que te espero.