Es angosta la puerta
y acaso la custodien negros perros hambrientos y
guardias como perros,
por más que no se vea sino el espacio alado,
tal vez la muestra en blanco de una vertiginosa dentellada.
Es estrecha e incierta y me corta el camino que promete
con cada bienvenida,
con cada centelleo de la anunciación.
No consigo pasar.
Dejaremos para otra vez las grandes migraciones,
el profuso equipaje del insomnio, mi denodada escolta
de luz en las tinieblas.
Es difícil nacer al otro lado con toda la marejada
en su favor.
Tampoco logro entrar aunque reduzca mi séquito al silencio,
a unos pocos misterios, a un memorial de amor, a mis
peores estrellas.
No cabe ni mi sombra entre cada embestida y la pared.
Inútil insistir mientras lleve conmigo mi envoltorio de
posesiones transparentes,
este insoluble miedo, aquel fulgor que fue un jardín
debajo de la escarcha.
No hay lugar para un alma replegada, para un cuerpo encogido,
ni siquiera comrimiendo sus lazos hasta la más extrema ofuscación,
recortando las nubes al tamñao de aglún ínfimo sueño
perdido en el desván.
No puedo trasponer esta abertura con lo poco que soy.
Son superfluas las manos y excesivos los pies para esta brecha esquiva.
Siempre sobra un costado como un brazo de mar o el eco
que se prolonga porque sí,
cuando no estorba un borde igual que un ornamento
sin brillo y sin sentido,
o sobresale, inquieta, la nostalgia de un ala.
No llegaré jamás al otro lado.
El obstáculo de Olga Orozco
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