Nace, vive y adelanta
por la senda de la vida,
y al recibir una herida
la citara toma y canta;
Y la turba se divierte
con el que, fija en el cielo
La mirada, por el suelo
do lleva el paso no advierte.
El se queja, y mientras tanto
se le escucha sonriendo,
quizás a veces creyendo
que son ardides del canto.
Y en su profunda aflicción,
de sus canciones benditas,
¡cuántas, cuántas van escritas
con sangre del corazón!
Aunque el genio el canto exhale
canta al par dolor y gloria
que el laurel de la victoria
cuesta más de lo que vale.
Y al esparcir gloria y luz
del mundo en el escenario,
encuentra en él su calvario
y su martirio en su cruz.
Si Jesús en su suplicio
llegando al último instante,
desencajado el semblante,
consumado el sacrificio,
Entre el ronco vocerío
del pueblo que le insultaba
con dulce amor exclamaba:
«¡Perdonadlos, Padre mío!»
Si su frente desgarrada
por la sangrienta corona
al suelo inclina y abona
la clemencia su mirada,
También el bardo, al sentir
que se acerca su partida
sintiendo luchar la vida
con las ansias del morir,
Venciendo su mal profundo
de su lecho se levanta,
su citara toma, y canta
como el cisne moribundo.
Siendo aquél su último cante
de su eterna despedida,
pura esencia de su vida
y perfume de su llanto,
Que cuando la frente inclina
al peso de su corona,
¡también bendice y perdona
al mundo que le asesina!