Todos vamos al centro de la pira,
pero no con iguales andaduras:
unos van más aprisa porque saben
el atajo seguro y no lo dicen;
muchos describen círculos helados
antes de sospechar otro destino;
tampoco faltan los enamorados
entusiastas del sólido minuto,
que niegan la corriente por el prado
sin advertir jamás el remolino
dador de claridades ni la fuente
abisal del paisaje verdadero.
La cauda somos de cometas parcos
en descifrar su propia correría;
las migajas de lumbre que nos besan
esquivan la menor de las miradas
y se deshacen al primer asedio;
marchamos apilando noches, nieblas,
piedras opacas en la luenga ruta,
traidoras llagas en la carne viva,
señuelos y fastidio: tanto monta
decir que zozobramos en blanduras
enmascaradas por el mismo sol
impasible que luego las devora.
Anegados estamos en la nada,
huérfanos de calor al pie del fuego,
inventando cabriolas, desgarrándonos
por el dudoso gusto de matar
el tiempo que se burla de nosotros.
Con todo las parábolas no bastan
a sosegar el cuerpo ni la mente:
siguen doliendo las heridas, sigue
dando rabia la sorna del verdugo
y aungustia la raíz mortal del sueño.
¿Cómo fincar en esta lucha nuestra
la suave combustión que nos realza?
Dionisio Solomós, poeta griego
del siglo XIX, guerrillero
virtual entre los suyos y filósofo,
se murió pergeñando soluciones:
terribles heroísmos y renuncias;
y tras él o delante llueven cien
políticas diversas: el soslayo
quietista de las cosas temporales,
o la antípoda praxis del apóstol
con la mirada puesta en un futuro
que liquide vergüenzas mercenarias
y permita bullir a nuestros hijos
en medio del paisaje depurado;
la música floral que se propone
reproducir en voz plebiscitaria
la partitura directriz del cosmos;
o bien el zafarrancho voluptuoso
que lustra la pasión al consumarla.
Y sin embargo del plural camino
el hombre no mejora, tiene miedo,
lamentablae se opone a su milenio,
prefiere su vejez atormentada,
su consuelo ficticio, sus enjuagues,
desoyendo los coros que lo empujan
a cada vez mayores aventuras.
Yo soy un fatalista, no me quejo
(por mi cuenta de poco serviría),
pero a mi alrededor navegan almas
enterradas en vida malamente:
podrían intentar una salida
mientras llega la hora principal;
quitarse de malditas confusiones,
descubrir cuando menos la mitad.
Con tales cabizbajos a la vista,
sin embages, en búsqueda batiente,
me pronuncio por ellos y por todos.
El pórtico de Jaime García Terrés
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