Hacia el norte del golfo puede verse
una enorme extensión en la que pierde
su azul el mar y lo suplante el ocre.
Montañas de basura son las islas
que forma el río cuando desemboca;
bandadas de gaviotas caen sobre
los desperdicios y su griterío
acompaña a los lentos petroleros
que remontan el río ente la niebla.
En estas islas hubo pescadores,
hace tiempo, y un faro, cuya torre
fue demolida a medias, y ha quedado
ciega y gris a merced de las mareas.
Yo me acercaba hasta ella muchas veces
cruzando los hambrientos cenagales
desde el puerto fluvial en el que vivo.
Fue después de las torpes madrugadas
junto al amigo y la mujer que mienten;
en ellas todo parecía hecho
para menguar la gracia redentora.
A mi espalda quedaba el ancho río
con sus destartalados almacenes,
su oscura fundición, su factoría,
y la ciudad sin torres ni campanas,
sin un arco de triunfo ni una estatua,
el lugar más hermoso y miserable.
A la tarde de nuevo atravesaba
los pantanos camino de mi casa.
Entraba en la ciudad por una calle
contigua a la gran fábrica de hilados
y me encontraba siempre con los niños
de la tanda de noche que, en hilera,
como los prisioneros, cabizbajos,
ateridos y sucios, se adentraban
en el fragor del nuevo laberinto.
Yo meditaba acerca del pecado
y de cómo los hombres alimentan
con su vida el pecado de los otros.
Venía a mí la imagen de una leva
permanente y veía cómo eran
sacados de sus casas esos niños
y veía los tratos de las madres
con los sargentos y también a madres
que eran zarandeadas y obligadas
a entregar a sus hijos, y veía
sobre los desconchados de los muros
de esas casas el rostro de los nuevos
dioses: el campeón de los sofismas
y las perplejidades y ese otro,
el transformista y bailarín obsceno.
De vuelta a casa, desvariaba y todo
lo visto e imaginado sucedía
en mi alma: en ella se estancaba el agua
de este río solemne y miserable
que nace de la luz lejana y muere
entre los muros de un país sombrío.
El río de Julio Martínez Mesanza
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