El ruiseñor cantaba. La noche era divina,
toda cendal de nieve, toda cristal azul;
y en el jardín de plata, la coruscante encina
alzaba entre la sombra su cúpula de luz.
El ruiseñor cantaba. Y en un ambiente extático
dormían las praderas. Cantaba el ruiseñor;
y el viento flebil, alitendido y aromático,
soplaba el adorable cantar, de flor en flor.
Y repintó las cumbres la aurora ardiente y flava,
y levantó la alondra su trino matinal,
y abrió su seno el día…y el ruiseñor cantaba
soñando en el nocturno misterio de cristal.
Vino la siesta cálida; la tarde pensativa
vino; la noche negra sus lumbres apagó,
y el ruiseñor cantaba, como si la votiva
lámpara de la luna colgase de un crespón.
Estío, otoño, invierno, primavera… Y el canto
surgía de las verdes entrañas del jardín,
alegre o melancólico -ora risa, ora llanto-
inacabable y único, magnífico y sin fin.
El ruiseñor se había vuelto loco; se había
embriagado de luna, de sueño y de pasión,
y ¡cantaba, cantaba…!