El violín se estremecía, imploraba,
y sollozó de súbito,
tan infantil
que el tambor no se contuvo;
-¡Bien, bien, bien!
Y cansado, sin escucharlo hasta el fin
desapareció por la agitada calle Kusnieski¹
La orquesta escuchaba indiferente,
el llanto del violín,
sin palabras, ni compases,
sólo un plato tonto repicó:
-«¿Qué es eso?
-¿Cómo es eso?»
Cuando el Xilofón,
con el rostro de bronce
sudado,
gritó:
-«¡Tonta!
¡Llorona!
¿Por qué no te callas?».
Me levanté!
Tambaleando pasé entre las notas
ante el agachado horror de los pupitres,
y grité, no sé por qué:
-«¡Dios mío!»
y me arrojé al cuello de madera.
-«¿Sabe, violín, una cosa?
Somos terriblemente parecidos.
Yo también grito,
y no sé demostrar nada.
Los músicos se reían:
-«¡Qué metejón!
Se fue con la novia de madera
¡Cómo tiene la cabeza!
Y a mí qué me importa…
Yo soy bueno.
-«¿Sabe, violín, una cosa,
Vamos a vivir juntos?
¿Eh?»
¹Calle donde vivió Mayacovski.
Publicado en la revista «El teatro y la caricatura» en 1914