Despréndese la noche
desde su astro más solo,
y cae sobre el miedo de los techos quebrados.
Noche de las esencias como espíritus de aire,
que beben en los ojos abiertos de las bestias.
Se despierta la noche, caída sobre el llano.
Grita por el sonámbulo parado en la ventana.
Pero el silencio es uno: su inocencia mayor
cierra un abrazo de agua bebida o anhelada.
Todos duermen: los pobres,
los ricos, los ausentes,
los árboles de grueso perfume abandonado,
y hasta la piedra sorda con que la casa irrumpe
en el polvo blanquísimo, soledad muerta en vida,
y hasta donde comienza la luz dueña del humo,
ánima respirable de los seres dormidos.
Igual que la epidemia
que agiganta los ojos,
este sabor deshecho
de la armonía que habla
va siendo una gemela
libertad en la sangre
una manera grávida de aprender el sonido
porque tantas personas anónimas confluyen
a una sola medida de temblor en el tiempo:
el pensador recorre cada sombra derruida,
penetra en los armarios y en los aparadores,
sopla sobre el ahogo de las ropas usadas,
pone ceniza de oro en la boca de un niño.
Estado de pureza granítica es el aire,
velocidad de seres humanos sin conciencia
de su heroísmo lento como el sol sin pestañas,
y en ese espacio escribe
mi mano este rescoldo:
la personificada
tortura del espíritu…
Ya los antepasados revuelan por la noche,
con sus máscaras de agua silbante y vanidosa;
en la quietud del campo se rebela un candil,
prende fuego a las nubes de insectos espaciales.
Rompe un sol inocente su huevo prematuro:
ha caído otra lluvia
de sal sobre esta página.