Estamos en la orilla de la playa, tú me ignoras, seguro, porque estoy aquí. No veo caracoles, restos de la resaca que el mar arrastra y nos deja para convencernos de nuestra fragilidad. Estás tan feliz. Juegas. A los cinco años el mar era para mí la espalda de mi padre, sus manos fuertes sosteniendo mi estupor y la transparencia de un agua que ahora me asfixia. Agua para enloquecer, resucitar la paz de los domingos profundos, cavados como árboles o tumbas. La felicidad tiene sus leyes, su traje de fiesta y su ropaje oscuro, una risa para ganar y otra para simular las pérdidas. La arena blanca y la manía de levantar castillos, mentiras para el humo del día. La arena sin la resaca, sin el porvenir de mis recuerdos que no mienten, pálida y muda, vencida. Ignora el pozo, el aullido salvaje que me añade la tarde, en el cielo hay una fiesta de la inventiva del hombre: paracaídas, olas y viento que rompen en nuestros cuerpos la corrosividad de la miseria. Aquí está el pan, el agua, las cosas necesarias, tus ojos, y sobre todo mi amor tu infancia. Se alzarán bramando los ausentes, verás sobre la playa las gaviotas, los pelícanos rasantes, y no sentirás sobre tu cuerpo otra cosa que el vaivén suave de las olas. En mis entrañas se gestó tu vida y una mulitud duerme silenciosa. Tu felicidad es sagrada, cuido su entrada, los rincones oscuros de ese recinto misterioso, día y noche, en el verano filoso o el aturdimieno del frío, de las palabas, de la ceniza de los años, de los trapos que otras criaturas manchan y olvidan. A los cinco años la mano de mi padre me mataba o nos daba el pan humilde que tragábamos en los rincones. Esta es otra playa, un año muy lejano, hay otros personajes dispersos por la arena y el agua, ¿habrá en cada uno ese viento interior, esa lluvia tormentosa que siento caer dentro de mí, o estarán en su playa de siempre, remansados, viendo transcurir sus vidas, la historia de sus vidas, húmedos, ajenos, como una tierra que florece?
Estamos de Cira Andrés
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