Europa: Puerto sin mar de Carmen Boullosa

En el puerto, un bosque de containers reemplaza a las gaviotas,
y los perros husmeando en los basureros,
a los osos, atados a una cuerda,
bailando al tambor también esclavo.
¿Dónde están las prostitutas que los marinos buscan,
las meretrices de espaldas desnudas, balanceando sus cabellos teñidos?
¿Y dónde los niños cegando sus ojos en el fragor de la calle, para
esquivar la visión de las levantadas piernas, enflaquecidas, maternales,
ganándose el pan con el remedo de gozo ajeno?
Alguien grita en la noche.
La música festiva, ¿dónde está?
¿La brisa que debiera soplar para perturbar la yerba y despeinarnos,
y la sirena del barco, la red, el faro, las grúas, el remolcador?

Un hombre que pasa
detiene el camión que conduce y me pregunta:
«¿eres la chica de Rotterdam?,
¿sabes a dónde ir?»
Yo no entiendo su lengua y no puedo contestarle.
No soy una chica,
no he nacido en Rotterdam,
no sé siquiera en qué puerto estoy,
dónde he varado.
La nave que me trajo se ha perdido.
Este puerto no es casa de las mujeres,
no es refugio para los marinos.
Puerto franco, puerto habilitado, puerto profundo,
parece que a duras penas llega a ti el mar.
Vuelto gris, eres el lomo de la mula que carga.
Un silencio voraz reemplaza al grito que en la noche sonara.
Todo se va del puerto: las mercancías, los viajeros.
La rutina es fugarse.
Las jornadas son para vaciar el puerto,
deshacer el tejido de containers en el hilo par del riel
que se prolonga a la distancia.
Las grúas socavan las montañas de brillantes desechos,
arrojando el despedazadero metálico
a las plataformas de los dóciles buques.
Todo se va, los marineros, los expendios de cerveza,
las salas de cine, las casas y el mar.
Todo se va, a todo le es dado irse.
Desteje, Penélope, desborda y desbórdate:
éste es el territorio para decir adiós,
separarse, despedirse: llegaste al despenelopeadero.

¿Cuál sería el momento en que perdí el camino?
Este maldito puerto aspira a los fuera de ruta, los chupa, los atrae.
Aquí vienen a dar los mercantes y los que no tienen pericia,
los barcos ciegos y averiados, los cargueros veloces
y los que están en riesgo de hundirse.
Aquí traen lo que arrancan a las profundidades de la tierra
para quemarlo aquí y aquí venderlo.
Traen las maderas de las selvas tropicales,
las pieles de leopardos y de tigres,
barbas de ballenas, cuernos de búfalos, colmillos de elefantes.
Traen loros por millares, loros mudos
que aprenderán a repetir «buenos días» en mil lenguas.
Traen plumas, olivas, mármoles, huesos,
hileras de contalners cargados de osamentas.
Aquí se reparte el producto del bestial saqueo,
se merca al furioso cocodrilo y a la leche despedazada en polvo.
¿Quién vende córneas, riñones, hígados, vísceras de niños?
También comercian órganos que traen desde Argentina.
Aquí he caído yo, entre la refinería y el hurto y la empresa empacadora,
en los ríos de monedas para los que ensucian y devastan montañas y valles, y
vacían el vientre de la tierra.
Todo es irse y ganar en este puerto maldito.
No hay putas, no hay fiesta, alcohol o música.
Algunos fuman marihuana
pero nadie ve saltar corderos rosas en sus imaginaciones, ni hay formas
sicodélicas, y a las niñas de doce años van a venderlas a otro lugar.

Yo no compro y no vendo. Lo mío es llegar.
Salí del desierto donde la luna brilla a diario,
donde el camello rumia
y el nopal echa la tuna, el higo de Barbarie.
Cargo en la bolsa una pequeña piedra con inscripciones romanas
que tomé de un templo en Cartago a modo de raiz,
para soportar por ella el largo,
interminable
vacío
del
mar.
Estoy lleno de la sed del desierto
y en mi pecho el estetoscopio escucha el rumor de la arena.
«Deje el cigarro ya»,
dice el medico de puerto.
Pero yo no fumo.
El galeno toma el silbido de arena por un ronquido de humo.

Este lugar podrá significar mi muerte.
¿Dónde está la brisa marina
o la fiesta que yo necesito para sobrevivir,
la carne regalándose por pocas monedas,
las chicas quitándose sus ropas
mientras menean resignadas sus caderas?
Respiro con dificultad.
Vuelve a pasar el tipo idiota y, tomándome por lo que no soy, me vuelve a
preguntar:
«¿eres la chica de Rotterdam?,
¿sabes a dónde ir?»
Tosere sangre si no encuentro dónde echarme un trago
y un cuerpo completo para soñar con el árbol y el huracán.

Porque aquí el árbol muere, el huracán se apacigua
y al humo o a la arena del pecho los matan con dos píldoras.
Aquí los trenes no traquetean
para evitar en todo el recuerdo de la cópula.
Aquí los canales desembocan en una estatua, monumento patrio,
que lleva al pie inscrita una letanía
ignorante de la falsedad de los héroes.
Todo se va.
¿Cómo puedo yo abandonarlo, si olvidé el camino y perdí mi barcó
¿Deberé tomar la ruta del beso y coger la cuerda que saca al ahogado del
pozo, para poder salir?
Empiezo:
tomo un muchacho de un país vecino, me vuelvo mujer, quiero engañarlo
para que me saque de aquí siquiera dos pasos.
El muchacho percibe mi treta y me regresa al pozo.
Yo me quedo tiritando sin el atavío, casi toso sangre,
me cubro.
Debo beber del beso, asir la cuerda del ahorcado,
amarrarla a mis puños, ignorar el poder de mis zapatos, y,
sin dormirme ni un segundo, obedecer al orden del sueño.
De aquí toda, sale muerto, embotellado, hecho plástico o gas,
convertido en depósito bancario,
carne empacada, abrigo de piel, zapatos de víbora,
lo cartera del cruel lagarto de Indias,
mesa tallada en madera preciosa.
Y los salvajes diamantes quedan empotrados
a los anillos de infames, sometidos compromisos.
¡Deberán olvidar la sombra, la pureza de la mina,
el silencio perfecto, la oscuridad!

Debo salir de aquí.
El licor del beso esta para mi negado,
y en seco la cuerda del ahorcado es hoja del acero que mata.
Anclado mi cuerpo en el fondo lodoso,
ahógome donde el agua y el aceite se mezclan.
Múerome lentamente.
No,
del todo:
no he memorizado la cartilla del cadáver.

Recuerdo:
marinero pericia desierto sol
mano – yo le di la mano –
le
boca yo.
Ven – fue lo que dije -,
porque no parecía ser trampa,
parecía no ser veneno,
si escogí un durazno, carne de melocotón fresco para el hambre de una noche,
eso,
inocente marinero pericia desierto sol risa llorarás.
También era yo un ángel y nadie podía realmente tocarme.
Tenía mi escudo y yelmo,
el camello esperándome y la risa siempre.
No tenía yo espalda que el traidor pudiera herir,
si yo era un ángel.

No olí el veneno, la raíz de la mandrágora.
No vi que él era el amo y el perro de la noche,
que yo sería el cuerno del toro herido por el hombre,
el flujo mortal del semen.
No vi que eras el Norte y el Sur,
un meridiano en cuerpo vivo.
No vi que no eras hombre.
No oí que en ti sonaba el tambor libre.
No recordé que fue tu continente quien conquistó al mío.
A mi territorio no lo venció la guerra:
fue aquello de África que España le traía
lo que lo rindió en buena lid.
Europa ha escrito nuestra historia mintiendo.

Si me hubieras mirado bien,
habrías sabido que tengo más sangre de los suyos que tú mismo.
Mira, soy mediterránea. Antes de nacer en el Nuevo Continente
vine del norte de África.
Traje la danza y los toques de santo a las Antillas,
donde, por un momento, fui india en la Encomienda,
el blanco me fecundó un hijo,
su niño sufrió los azotes del capataz y yo morí de tristeza.
En otros tiempos fui una esposa italiana.
El duque de Calabria me robó de Corfú, cegado por mi belleza.
Tuve diez criadas sólo para mí,
dos amas almidonando mis finos miriñaques y peinando mis trenzas.
Mamá, la negra, protegida por la noche,
al pie del balcón de mi palacio, me cantaba arrullos
y consolaba mis penas.

Soy más de tus tierras que tú mismo.
Tú escondes pasados en otras latitudes:
alguien rompe la tierra para entregar un trecho de ella al dominio del mar,
es el ensanchador de arroyos,
no teme llenar de lodo la pureza del agua,
no cambiar las formas que pensaron los dioses para dar armonía,
no comer con tierra el mar, ni abrir canales o tender puentes.
Al tuyo no lo sobrecoge el rugido de la ola gigante ni el rayo que cae.
Tienes al Cruzado en tus orígenes,
al que dibujó a Jerusalem soñándola cristiana,
al campésmo guerrero, al hugonote perseguido,
al despojador, al que abusó, al que engañó,
y al que habitó en la aldea pequeña y fue probo
y se ganó el pan con el sudor de la frente.
Pero tal vez Aníbal engendró el primero de tu estirpe.

Europa nos saqueó y nos pobló con hijos abandonados
África vacio en nosotros sus tesoros,
esperando otros de vuelta que no le dimos.
A cambio matamos a sus hijos rebeldes,
no dejamos en mi ciudad ninguno.
En ti ese continente, harto, cobró también contra mí venganza,
oyéndole a tu nombre lo que tiene de tambor, al repetirse.
Lo oigo también yo.

Naciste de los pies a la cabeza,
como el árbol creciste.
No fue la placenta quien te alimentó.
Eres del manantial, todo del ojo de agua,
Venuso sobre la espuma del océano.
En ti el agua se hizo carne.

Hueles al mullido salón y al café bien hecho,
al guiso y sus especias,
al brote nuevo en el árbol,
al nido abandonado del faisán, a las setas,
a la cereza y al vestido recién limpio,
tallado a dos manos sobre la piedra, con lavanda y menta.
Hueles a lo que ha llegado nuevo,
a lo que aparece cargando una anciana memoria,
a lo raído, a lo que están a punto de tejer las Parcas.

Eres dos y tu nombre lo repite,
dos que no están peleados y te bastas.
Mi nombre es casto, en cambio,
necesito oído y voz para serme.
Soy lo incompleto,
lo partido a la mitad.
Soy la miembro arrancada de su cuerpo,
Eva de mi propia costilla.

Envidio al árbol que envidió Darío,
porque no tiene sangre y siente y no menstrúa y no copula;
porque sus raíces lo amarran a la tierra;
porque no se tala solo;
porque no es un trozo de carne imbécil;
porque no tiene ojos para verte, ni olfato para percibirte,
ni vulva.

Todo empezó cuando me tocaste.
¿No habló entonces también contigo Ares?
¿No escuchaste el palpitar amenazante del átomo,
el tronar de los rayos malignos del sol al quebrar la aurora,
la avispa del reloj,
el cencerro de la muerte?
En mal momento cedí a la tentación de tu abrazo.
Tú fuiste hecho para cosechar la luz,
para gozar del sol y procurarlo.
Aún en las noches amansas la estrella entre las sábanas.
Eres la clueca que pone el color sobre las páginas.
Yo era un ángel del desierto.
En tus brazós quebré mis alas,
dejé salir al bicho derni aliento,
aquel soplo de queratina con que un día me hizo Dios.
Crucé las puertas del inframundo,
sin conocer las señas del barquero, o las del can.
Me despeñé hacia este bajío helado y aceitoso.
Desconocía tus poderes
e ignoraba los míos y su sentencia:
buscaban
traidores
clavarme en la pica del amor.

Antes
fui la maga que vino de las costas del lago boliviano.
También fui el curandero que te sacó de la muerte.
Busqué ser tu verdugo, suplicando que muriendo fueras mío.
Levanté un castillo para ti y amurallé el bosque,
para que nadie más te viera.
Te encerré en la torre, cautivo.
Giré dos veces la llave en el ojo de la puerta,
y debí cegar mis otros dos ojos para no conocer tu belleza.
Entonces fui yo tu esclava, quise cumplir tus caprichos,
pero tú me vetaste, me velaste, me vedaste.
No me diste una orden siquiera.
Sabías de la torre y del muro y del castillo
y fingiste ser ciego.
Te hiciste el animal que gime de hambre en las noches de luna.
Mientras me devorabas guardaste silencio.
Fui la carne nueva para el apetito del tigre,
fui carne podrida para el zopilote y la hiena.
Fui la Doce Vaginas. Tuve poderes amatorios.
También fui un cuerpo entero de mujer,
con dos pechos, dos brazos y un par de piernas,
y tuve espalda
y la heriste.
El agua se volvió a convertir en vino.
Tú otra vez brotaste del mar.
Yo, la rota, me hice carne.

Para mi corazón
fui el golpe, el bofetón del león,
el mordizco del orangután exasperado.
Los huesos se hicieron polvo ante mis ojos.
Llevé la destrucción, hice la guerra.
Todo en el instante mismo en que no remedábamos al amor:
lo hacíamos,
era el hijo común que acunábamos en los brazos,
era nuestro bebé, el engendro de tu semen y del mío.
Eras tú el hueso de mi carne, el agua fresca,
la paz y el orden.

Al despertar ahí estabas.
Dormías como si tu corazón fuera Inocente del crimen cometido.
Quise preguntarte:
«¿no escuchaste tú el llamado de la cólera?,
¿no habló contigo el ebrio Ares?»
Pero tú dormías y mi nave empezaba a zarpar
hacia el puerto que he descrito,
sin que yo pudiera controlarla.
No te dije más.
Perdí el Perú, y su oro imaginario,
perdí a Túnez y a su espada, perdí Estambul, el Ecuador, el Amazonas,
el Nilo y Babilonia.
Perdí la cara viva de la Tierra.
Vine a dar aquí.
El toro murió sin gestar a Minos.
Ganó esta vez Europa.
No preguntó Cadmio a las Pitonisas dónde encontrarla,
ni siguió a la vaca del rey Pelagon, hasta que cayó agotada donde él
fundara Tebas.
La luna, el pozo, el ala,
el menstruo y la roca devinieron inútiles.
Una tras otra las ciudades se hincaron
y los ejércitos dejaron a sus hombres comer carne de sus propios lo hijos.

Los rateros reparten el botín de la infamia.
Nada tengo sino la arena que en mi pecho silba,
anunciando una muerte que tampoco tendré.
No hay un triste bar para tomar un trago.
Nadie se quita la ropa buscando aligerar tristezas.
Vago,
que mas puedo hacer, he caído en el puerto, miserable.
El bosque de containers reemplaza a las flores y a las ramas.
Se merca el vino,
el dinero se guarda,
y atrás de negros velos alguien cuchicheando reza.
Los cuerpos son vísceras tronchadas como los árboles leña, cerillos, tablones y
sillas.
Todo se va, a todo le es dado irse.
Lo mio es llegar.

Añadir un comentario
Leer la poesía Europa: Puerto sin mar del poeta Carmen Boullosa en el sitio Blogpoemas - los mejores poemas hermosos sobre el amor, la naturaleza, la vida, la Patria, para niños y adultos en español de los célebres poetas clásicos.