Dueña de los crepúsculos,
tú en mí todo lo sabes y me has visto llorar.
conoces mi congoja cuando la tarde llega
meciendo entre su eclipse mi diaria solitud.
Es el instante de la partida, la fuga del poniente
que tú ya has compartido
en mi zozobra viva, en mi sed de vagar.
Ah niña que sollozas entre mis brazos trémulos,
tu miras a la tarde como se mira el hijo,
como se mira el pan.
Y me miras a mí desde tu inmediata lejanía
como se mira el fuego, como se mira el mar.
(Mirada incierta, en espera,
como trigo sin pilar ante el molino.)
Señora del ocaso,
vuelve hacia mí tus ojos
a la hora tremenda del ciprés,
en que la luz se alarga, en que todo se va.
Dime con tu mirada que tú ya no me dejas,
que estás siempre conmigo
cuando los potros de la noche oímos cabalgar.
Y tú estarás aquí.
No viviré en cada atardecer mi escape
ni ahogará entonces las sombras mi cantar.
Estás aquí, realidad y mujer,
y eres en la penumbra
el sosiego anhelado,
el faro vislumbrado,
el ancla suspensa entre la luz.