HERMINIA de Antonio Plaza Llamas

I

Me diste un ángel ¡Dios mío!
era su faz peregrina,
un lampo de luz divina
en mi horizonte sombrío.

Su espíritu celestial
brotó de mi corrupción,
como la santa oración
del labio de un criminal.

Apareció ante mis ojos
Herminia, bella, graciosa…
era el botón de una rosa
en mi corona de abrojos.

En el corazón desierto
brilló ese querub tan santo,
como la gota de llanto
sobre la tumba de un muerto.

Mi hija nació entre aflicciones,
velada por negra nube:
le di todo lo que tuve…
lágrimas y privaciones.

De la mártir que bendigo,
era su grande riqueza
mi ridícula pobreza,
y mi desnudez su abrigo.

Con amargo desconsuelo
recuerda mi mal profundo,
que vino muy pobre al mundo,
que volvió muy pobre al cielo.

Dejad que mi culto rinda
aunque el pesar me taladre;
porque… no es amor de padre…
era tan pobre… ¡tan linda!

Tenía rizado el cabello,
negros, divinos los ojos;
los labios húmedos, rojos,
y de paloma su cuello.

Manos y pies elegantes…
¡si la hubierais conocido!…
era un serafín vestido
con harapos humillantes.

Y ¿creéis que la hija mía,
que fue mi postrer creencia,
en medio de su inocencia
mi gran amor comprendía?

Al verme, ¡noble criatura!
impaciente me llamaba,
y en su mirar reflejaba
indefinible ternura.

Y yo sintiendo un extraño
placer, que expresar no puedo,
la alzaba con tanto miedo,
cual si fuera a hacerle daño.

Hija del alma querida
¡cuánto el alma te adoraba!…
eras néclar que endulzaba
la horrible hiel de la vida.

II

Era la prima noche: pesadumbre
vaga, oprimió mi corazón gastado,
y quise, contrariando la costumbre,
retirarme al hogar desmantelado.

Abatido por negras impresiones,
llegué a mi casa, triste, displicente,
y al pisar los primeros escalones,
observé mucha luz y mucha gente.

Subí… en el umbral me detenía
ignoro quién; pero al abrir la puerta
miré sobre una mesa a la hija mía;
y mi hija ¡santo Dios! ¡estaba muerta!

III

Sobre Herminia me arrojé,
y con loco frenesí,
su cadáver abracé,
su yerta frente besé
y su vestido mordí.

Entretanto, mis sensibles
pobres hijos, a porfía,
lanzaban gritos horribles,
y en convulsiones terribles
la madre se retorcía.

Con la cabeza abrumada,
con el corazón crecido,
con el alma traspasada.
arrojé una carcajada
que me dejó sin sentido.

Yo, que he vivido sufriendo,
en mis horas de quebranto
estoy de risa muriendo.
¡Ay del que llora riendo,
porque ya no tiene llanto!

IV

Horas después, aislado me encontraba
frente al cadáver yo… todos dormían;
el aullido de un perro molestaba,
el huracán furioso rebramaba
y las vidrieras al temblar crujían.

Cuatro luces de cera, agonizantes,
con sus flamas siniestras oscilando
al impulso de vientos sollozantes,
avivaban sus brillos chispeantes
el fulgor de un incendio remedando.

Con ansiedad ingente contemplaba,
de negras horas los pesados giros;
un temor vergonzoso me asaltaba,
y sentí que al hincharse reventaba
mi corazón, preñado de suspiros.

Al rimbombar en su furor el cielo,
crispábanse mis nervios excitados;
si los ojos cerraba mi desvelo,
veía a través de un amarillo velo,
muchos rostros de niña, inanimados.

Cruzaron por la mente mil visiones
aquella noche de crespón cubierta;
yo vi tumbas, y cruces y blandones;
y me inspiró cobardes impresiones
el severo semblante de la muerta.

Aquel cuadro de horror me parecía
sueño fatal, y lúgubre y pesado:
la vista en torno sin cesar volvía,
y aun a veces creí que se movía
el cadáver de flores circundado.

Las flores fueron para mí muy bellas;
pero al mirarlas junto al ángel yerto,
que hoy reside sin duda en las estrellas,
me chocaron las flores… todas ellas,
desde entonces… no sé… huelen a muerto.

V

Por fin, asomó la aurora
su frente de rosicler;
y cuando sus primitivos
rayos inciertos miré,

desfilaron poco a poco
los fantasmas que en tropel
hiciéronme aquella noche
de pavor estremecer,

cual estremece ai villano
lo que el pavor le hace ver.
En seguida las campanas
oí monótonas tañer

el toque de alba… ¡qué triste!
qué triste ese toque es
para el hombre a quien el día
luto sólo ha de traer.

Antes que el sol amarillo
comenzara a aparecer,
con respeto religioso
y con suma timidez.

a la preciosa cabeza
de mi Herminia le corté
un rizo de su cabello,
que guardo y… no quiero ver.

Sin que nadie me sintiera,
tomé la puerta después,
Y silencioso a la calle
salí, sin saber a qué;

porque siendo el ancho mundo
tan extenso como es,
me faltaba ¡cielo santo!
con que alquilar esa vez

un agujero en la tierra
para sepultar en él,
a la hija de mis entrañas,
que tanto, tanto adoré.

. . . . . . . . . . .
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VI

Pesares hay, en verdad,
con que el alma descreída
olvidando su impiedad,
siente la necesidad
de creer en otra vida.

El mortal en su aflicción,
humilla su frente al suelo
y anonada su razón;
que tales pesares son
avisos que manda el cielo.

Pesares, con que la loca
soberbia depone el brío,
y el ánima a Dios invoca;
porque Dios con ellos toca
el corazón del impío.

Yo que la fe dejé atrás,
y que si el dolor me aqueja,
mi orgullo de Satanás
siento crecer más y más,
no di entonces una queja.

Por la vez primera lleno
de humildad, ante la muerte,
bendije a Dios como bueno,
y apuré todo el veneno,
que me dio la negra suerte.

Yo a mi hija encajoné;
yo su inerte faz cubrí;
yo al panteón la llevé,
y ahí ¡cielos! la dejé
en la fosa que elegí.

VII

En el Campo Florido, ¡Dios eterno!
duerme cadáver la que fue tan bella:
la sombra escasa de arbolillo tierno
cubre su tumba anónima… En aquella
triste mansión de luto sempiterno,
el sepulcro más pobre es el de ella…
sin inscripción, sin mármoles, sin nada…
¿qué ha de tener mi hijita infortunada?

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