Quién me iba a decir que el destino era esto
M. Benedetti
Llegó esta mañana
con el viento hiriente de las alas primeras,
con la luz brillante que llamaba a mis párpados,
con las olas insomnes del mar,
del desierto agitado
que lame los muelles solitarios del alba.
Llegó. Y no hizo ruido.
No sé qué brisa de ojos ciegos
la coló por debajo de mi puerta
dejándola allí desnuda
como una paloma muerta y aún caliente,
expuesta en el suelo
con las alas plegadas, desvalida y dulce,
como luna vencida
por los rayos primeros que delatan la conciencia.
Era aún tibia en mis manos
y no me costó trabajo reconocerla.
Al abrirla sentí la respuesta del humo,
el cristal de la niebla, el cuchillo del tiempo,
lo que nota una momia al romperle el vendaje.
La carta que yo mismo
escribiera hace ya tantos años,
la que depositara con manos de deseo
en el buzón oscuro del destino,
estaba allí de repente, amarilla,
herida en las aristas
por la voz desvaída de un oráculo en sueños.
Me volví hacia el solar a llorar sobre el musgo.