Dulce esperanza, del prestigio amado
pródiga siempre, que el mortal adora,
ven, disipa piadosa y bienhechora
las penas de mi pecho acongojado.
Vuelve a mi mano el plectro ya olvidado,
y al seno la amistad consoladora;
y tu voz, oh divina encantadora,
mitigue o venza la crueldad del hado.
Mas ¡ay! no me presentes lisonjera
aquellas flores que cogiste en Gnido,
cuyo jugo es mortal, aunque es sabroso.
Pasó el delirio de la edad primera,
y ya temo el placer, y cauto pido,
no la felicidad, sino el reposo.
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