Tienes que detenerla
–dijo. Su voz temblaba
con pasión. Me gustaba
aquel temblor; el verla
actuar así, tenerla
cerca mientras mudaba
su gesto, confortaba.
Tienes que detenerla
–insistió. Ya es muy tarde,
no lo puedo evitar
–le respondí–, no hay nada
que hacer. En un alarde
teatral, fingió llorar
aunque reía, helada.
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