La muerte es una madre nuestra antigua,
nuestra primera madre, que nos quiere
a través de las otras, siglo a siglo,
y nunca, nunca nos olvida;
madre que va, inmortal, atesorando
–para cada uno de nosotros sólo–
el corazón de cada madre muerta;
que esta más cerca de nosotros,
cuantas más madres nuestras mueren;
para quien cada madre sólo es
un arca de cariño que robar
–para cada uno de nosotros sólo–;
madre que nos espera,
como madre final, con un abrazo inmensamente abierto,
que ha de cerrarse, un día, breve y duro,
en nuestra espalda, para siempre.
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