En una ciudad de provincia. En una ciudad con tiendas de ultramarinos y ángeles que cruzan el cielo en bicicleta.
Es una tarde de domingo, a eso de la tibia luz del anochecer cuando aún no han dado las ocho.
Bajo la dulce curva de los soportales las muchachas como yedras fragantes ensueñan el melado torso de los jóvenes.
Mi memoria advierte esa dicha, el celeste vapor que los labios exhalan entre palabras secretas. Lo que recuerdo es
hermoso, como el aceite que resbala de una tea encendida y fulgente se esparce sobre los cuerpos desnudos,
sobre el súbito mármol de los amantes dormidos.
Lo que borda la ternura sobre los valles del Bierzo, lo que lentamente abolido aún palpita como un rubí en el melodioso
pico de los pájaros. Así os he sentido, libres y gozosos días donde viví cansado por la luz, radiante, estremecido,
hijo de la tristeza y los relámpagos.
En una ciudad de provincia. En una ciudad con escaparates y jardines y trenes silenciosos. En una oscuridad amenazada
por el muro cinerario de la aurora.
El otoño era bello, nuestros pensamientos tenían la sonrisa del niño que se baña en el río. Como nacidos del puente o
de la torre, como la piedra, despacio, el deseo de la aventura fue huyendo de nosotros, como la albahaca de los oteros
de junio, como el jaspe que lanzado por la honda silba brillante hacia los cielos.
Llueve, esa gente que soy y que conozco ha salido a la calle, al céfiro suave de los dialectos del monte. La noche ha puesto
lámparas apagadas en los nidos vacíos, solitarios pastores en las tristes cañadas del otoño.
Ya lo sabéis, como esa postal borrada por el sol que guarda en su zurrón un cartero celoso.