La sala del pobre gigantesca, nocturna y decorada
por manos tan seniles que ya tocan el brocado persa del
serafín
dilucida mi pecho minuciosamente, abre su diálogo
como tristes fauces.
Allí los mechones grises y los lazos de luna y cenefa
indeleblemente cantan la majestad del rayo, allí la efigie
del difunto
liga el marchito abalorio a la oreja, el corazón a su
canosa lámpara.
Investidura que para mí suplico! La sala del pobre es un
verso tan maduro,
es una voz tan callada y expresada que agota la alegría,
que deshace mi pobreza en augustas cretonas de un
helor divino.
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