Me amas como una boca, como un pie, como un río.
Como un ojo muy grande, en medio de una frente solitaria.
Me amas como el olfato, los sollozos,
las desazones, los inconvenientes,
con los gemidos del amanecer, en la alcoba los dos, al despertar;
con las manos atadas a la espalda
de los condenados frente al muro; con todo lo que ves,
el llano que se pierde en el confín, la loma dulce y el estar cansado,
echado sobre el campo, en el estío cálido,
la sutil lagartija entre las piedras rápidas;
con todo lo que aspiras,
el perfume del huerto y el aire y el hedor
que sale de un apútrida escalera;
con el dolor que ayer sufriste y el que mañana has de sufrir;
con aquella mañana, con el atardecer
inmensamente quieto y retenido con las dos manos para que
no se vaya a despertar;
con el silencio hondo que aquel día, interrumpiendo el paso de
la luz,
tan repentinamente vino entre los dos, o el que invade
la atmósfera justo un momento
antes de la tormenta;
con la tormenta, el aguacero, el relámpago,
la mojadura bajo los árboles, el ventarrón de otoño,
las hojas y las horas y los días,
rápidos como pieles de conejo,
como pieles y pieles de conejo, que con afán corriesen incansables,
con prisa
hacia un sitio olvidado, un sitio inexistente, un día que no existe,
un día enorme que no existe nunca, vaciado y atroz
(vaciado y atroz como cuenca de ojo, saltado y estallado por una
mano vil);
con todo y tu belleza y tu desánimo a veces cuando miras el techo
de la alcoba sin ver, sin comprender,
sin mirar, sin reír;
con la inquietud de la traición también, el miedo del amor y el
regocijo del estar aquí,
y la tranquilidad de respirar y ser.
Así me quieres, y te miro querer como se mira un largo río
que transparente y hondo pasa,
un río inmóvil,
un río bueno, noble, dulce,
un río que supiese acariciar.