Manoli, atravesando una calle –yendo hacia la Renfe– me vi
reflejado de cuerpo entero en la vidriera de un bar. Me miré como
me vería mi madre. Una mirada como diciendo hijo pero qué
viejo te has puesto, mira esa cara, pero qué flaco que estás. Quise
eternizarme allí mismo, Manoli, detenerme en ese sentimiento
tan vivo de mamá. Y entonces, purificado y dócil y manso de
corazón como una criatura, pensé en ti. Pienso en ti. Para que ni
el fuego te espante ni el gorrioncillo que llevas en lo más profundo
de tu corazón te abandone. Para que comprendas el bullicio y el
clamor ahora apagado que irás –poco a poco– sintiendo
envolverte, hurgar directamente en tus pechos, abrirte con manos
delicadas pero seguras, hundirse en ti por la tan viva y pura gracia
de tu belleza. Sátiro como yo no vas a encontrar, ni brujo que te
unte como yo, ni poeta que te diga las blasfemias del más grande
amor nacido del desamparo, de la orfandad de ser peruano y
huérfano. Amador como yo no vas a encontrar ni amante como
tú yo tampoco. Aunque tarde compruebes que de verdad me
amas, y que debiste jugártelas por mí, y que la vida tan buena nos
dio una oportunidad y todavía otra y otra y otra.
Manoli de Pedro Granados
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