Mas allá de la muerte de Federico Barreto

Es invierno, y una noche negra, fría y tempestuosa.
En la lúgubre capilla de un asilo monacal,
yace el cuerpo inanimado de una joven religiosa
que, agobiada por la pena se murió como una rosa
arrancada de su tallo por el fiero vendaval.

Blanco traje que realza su magnífica belleza,
simboliza su inocencia, su bondad y su candor;
rosas blancas en capullo le circundaban la cabeza,
y parece aquella virgen que murióse de tristeza,
una novia desmayada en su tálamo de amor…

El silencio que allí reina es tan sólo interrumpido
por el viento que sacude las vidrieras al pasar,
por el viento, y otras veces por el tétrico graznido
de los búhos que allí moran, que han formado allí su nido
y que atisban lo que pasa, por las grietas de un altar.

Cuatro cirios iluminan con fulgores inseguros
el cadáver de aquel ángel de belleza y de virtud,
y las sombras que proyectan esos cirios en los muros
van y vienen en silencio por los ámbitos obscuros
como un coro de fantasmas circundando el ataúd.

Mil rumores misteriosos, mil incógnitos sonidos,
llegan vagos y confusos a la casa del Señor…
Es un lúgubre concierto de sollozos y gemidos,
de susurros y plegarias…de mil ecos doloridos
que acongojan y estremecen, que dan pena y dan horror…

Dan las doce lentamente sobre el viejo campanario,
Y al vibrar en la capilla la hora tétrica y fatal,
sale un monje de albo traje por la puerta del sagrario,
atraviesa a pasos lentos el recinto solitario
y se postra de rodillas ante el lecho funeral.

Se diría que le agobia todo un mundo de tristeza,
que le mata el desconsuelo, que se muere de aflicción…
¿Por qué crispa sus dos manos?…¿Por qué inclina la cabeza?…
¿por qué tiembla? ¿por qué gime? ¿por qué llora? ¿por qué reza?…
¡Hay misterios que estremecen hasta el fondo el corazón!…

De repente se alza el monje del helado y duro suelo,
a la muerta se aproxima y la llama a media voz:
y al ver que ella sigue muda, sigue fría como el hielo,
la acaricia con ternura, la mirada eleva al cielo
y murmura entre los dientes: ¡Que injusto eres, Santo Dios!

Luego clava sus pupilas en la pálida doncella,
la contempla largo tiempo con recóndita piedad
y cogiendo entre sus manos una mano de las de ella,
la aproxima hasta sus labios, con un ósculo la sella,
y habla y gime y llora a gritos como un niño en la orfandad.

‘¡Dora, clama, Dora mía!’ Te estoy viendo muda y yerta,
y no creo que la muerte haya osado herirte a ti…
¡Muerta tú…! ¿Será posible? ¡No, mil veces…! No estás muerta.
Duermes…Sueñas…Estás viva…¡Por piedad, mi amor, despierta.
No te mueras…No me dejes…¡Vive, y vive para mí!

‘Yo era huérfano, yo estaba triste y solo en este suelo:
más Dios quiso que te hallara y no tuve penas ya.
¿Lo oyes Dora? ¡Dios lo quiso! Piedad tuvo de mi duelo
y para ángel de mi guarda te envió un día desde el cielo,
tú no puedes, pues, morirte…¡Dios no quita lo que da!

‘Así, envuelta en blancos tules, coronada así de flores
te ofrecí llevarte al templo y jurarte esclavitud…
¡Sueño efímero! Tus padres, por matar nuestros amores,
te encerraron en este antro de recónditos dolores,
y hoy que vengo aquí a buscarte, te hallo aquí en un ataúd.

¡Pobre novia de mis sueños! ¡Pobre tórtola sin nido!
¡Virgen mártir que viviste con el alma rota en dos!
¿Por qué callas si te llamo?¿Por qué no oyes mi gemido?
¿Te cansaste de esperarme y a los cielos has partido?
¡Vuelve, vuelve…te lo ruego…yo te quiero más que Dios!’

Calla el monje, más de pronto, como un loco que se excita,
coge en brazos a aquel ángel que en la vida tanto amó,
y besándole en la boca: ‘Vuelve en ti, por Dios, le grita,
toma mi alma en este beso. ¡Resucita! ¡Resucita!
Toma mi alma, toma mi alma…¿Vive tú aunque muera yo!’

Un prodigio se ve entonces: ella agita sus despojos
como herida de repente por el dardo del dolor:
en sus pálidas mejillas aparecen tintes rojos:
quiere hablar; mueve los labios; ya despierta; abre los ojos;
todo alienta… hasta la muerte…a los besos del amor…!

Un aurora clara y bella a la noche ha sucedido:
en el templo que el sol baña y comienza a iluminar,
yace el monje de albo traje, junto al féretro tendido,
y los búhos que allí moran, que han formada allí su nido,
le contemplan con asombro por las grietas del un altar.

Está muerto y se diría que perdura su hondo duelo,
que repite entre los dientes: ‘¡Qué injusto eres Santo Dios!’
Está muerto. Le mataron el dolor y el desconsuelo.
No halló aquí a su prometida y a buscarla se fue al cielo.
¡Ya están juntos! Una tumba es la tumba de los dos.

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