No me habría detenido en ti si no hubieras estado
al final de la avenida junto al kiosco de tiro al
blanco
donde pasan en correa patos de metal. Hiciste
mella en uno.
Fuimos al tren fantasma; en cada curva saltaban
los muertos.
Tus dientes con luz negra se enhebran fosforescentes.
De repente no sé si hablamos o estuvimos callados,
qué hicimos tan bien sin darnos cuenta.
Sigo leyendo sin saber si estoy acompañado o
estoy solo
el contrapunto de ocurrencias de tu cuerpo,
curso acelerado donde me devano
por descifrar la trama de sucesos.
La medalla sólo me llevó días enteros.
Puedo comenzar con tu cuerpo, tazas del cielo
por donde se descuelga una línea hasta los talones
y plantas encallecidas, que al besar invertidas
me dejan perplejo de que te hayan sostenido tan
rudamente.
Cola, grupa, lugar del mastelero, levantada
esperando ¿qué?
consagración de las primeras lluvias:
tu Valparaíso, enorme boca de la bahía pacífica.
Había terminado la serenata y no nos habíamos
dado cuenta;
ahora en silencio seguíamos tan acompañados
como antes
las historias tejidas por un enigma al desplegarse;
cordón de dijes tirante sobre tu cuello ancho:
resalta un cuerno, una lámina sin nombre, una
raqueta
de hilo de cobre entretejida con varios interiores
flexibles donde hundo el dedo y sacas la lengua
ex abundantia cordis. Me clava
el triángulo pintado en tu espalda
blanco sobre negro con un ojo negro sobre el blanco.
Fumo tus cigarrillos y pito mariposa blanca
alrededor de tu cabeza; página tras página va
cayendo,
indecisa, interrumpida cabeza de toca blanca
acogida a los golpes de la habitación contigua
contra el fondo verde luz de una tapa
en la antesala de la biblioteca.
Tu canasto, por no decir entrepierna
lisa, oscura de patchouli, por donde empieza la
curva
hasta el cráneo, cuadrado dije de jade:
aunque no queden dichas tus formas, al menos
aludidas,
me despido pero tú estás de nuevo.
Lo simbolizado se reduce a una visión interior,
quiero decir desde tus adentros:
mella en las paredes de la gruta.
Mella de Roberto Echavarren
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