Intentemos
lo inaudito, la derrota,
la arrebatadora, serenísima
catástrofe
de lo que no puede ser.
El ser de aquella noche
más allá de las imágenes,
en la carne viva de si misma,
añora equivalencias
que no están ni en mis poderes más recónditos.
No están, pero no estar es algo
semejante a los ojos más vehementes,
como los de aquella delicada,
con realeza joven,
grave judía en qué espinares.
Atacar por una
de las figuras de la noche
con la precipitación del mar, alivia
el desértico fuego de que no
hay senda para llegar a ello.
¿Qué es ello, le pregunto al humo
a la candela, al sabio
sabor que se me va amargando
a la par que crece la ceniza,
marea en sí vistosa de algún oro?
Es sólo así, juntando puntas
de una incandescencia que sonríe
indescifrables bordes, como alcanzo
a divisar lo que no fue,
por las fervientes calles de Rosario.
Decir ¿qué es? Allí nacía
lo que conozco a borbotones
cuando la sed despierta su bebida,
el hambre su alimento,
la luz su fuego.
Eran jóvenes, sí, con el murmullo
de una conversación americana
en la noche del Sur, cosa que brilla
como la plata al fondo de la pena,
y ofrece copas, risas.
Risas, si esta palabra
pudiera deletrearse como estrellas
y masticarse como el pan
de la menesterosidad de aquellos
sentados a la mesa de las bodas.
Mesa, banquete, lujo
del ser cuando se reconoce
incapaz de conocerse, a punto
de lo saciado eterno en el efímero
resplandor de los comunicantes.
¿Efímeros, aquéllos? Las miradas
llegaron a ordenarse en una esquina
de una alta madrugada. Pocos
quedamos, fuimos, solos. Éramos
todos. No hubo ausentes.
Y ardía la promesa del pobre ser,
casi innombrable.