Yavé se complació en Abel y su ofrenda, mientras
que le desagradó Caín y la suya. Caín entonces se
encolerizó y su rostro se descompuso. Yavé le dijo:
¿Por qué te encolerizas y te muestras malhumorado?
Gén. 4, 4-6
Me he pasado la vida malgastando favores en personas que nunca me
quisieron.
Yo sólo deseaba ser del grupo.
Tratado como un corruptor de sueños,
mantenido a distancia de niños y mascotas, como a quien por extraño
no se recibe en casa,
he tenido que oír ya demasiadas veces que soy un impostor.
Tarde para los besos, para estrechar las manos,
tarde para las lágrimas y el arrepentimiento,
tarde para cualquier palabra.
Tarde:
por lo visto yo siempre llego tarde.
Y de noche, en la casa en donde todos duermen,
mientras fumo asomado a la ventana,
o en la mañana sórdida de cafés y cristales empañados, a solas con el
mundo,
o en la blancura estéril de una página,
he comprendido -tarde- que es inútil querer ser otra cosa que el
fantasma embustero que habéis hecho de mí,
un no-muerto cortado a la medida de todo lo que nunca quise ser,
alguien a quien sin duda me parezco, como un hombre a su máscara:
el hipócrita, el sucio y el que no es de fiar,
a un paso del ridículo (el cantante de moda o el bachiller con granos),
a un paso del horror (el buen chico que sale en los sucesos).
Soy el que traicionó tus confidencias.
El que maltrató al tonto de la clase.
El que lo enredó todo cuando los dos amigos disputaban la misma
chica idiota.
El que habló mal de ti cuando no estabas y trató de poner en contra
tuya al grupo.
El que usó del chantaje
sentimental (es fácil entre amigos)
para ahuyentar del grupo a los extraños,
vuestros otros amigos, que eran más ocurrentes, más experimentados
y, qué pena,
más incautos.
El que juró y juró, podéis creerme… y no sabía…, y sí
sabía y consiguió que le creyeran.
Soy el que habló al oído de una chica asustada y -aún me acuerdo-
le imaginó un futuro más honorable, una salida digna, hazlo, mujer,
y durante un momento era todo posible, matar con una frase, aquel
horror…
Mi máscara lo ha dicho, que soy ese:
agazapado, sórdido,
al que puedes tumbar con un buen puñetazo y zumba en torno tuyo,
pero nadie es al fin tan peligroso -piensas- cuando puedes tumbarlo
con un buen puñetazo,
y luego es tarde, mira, ya te tengo.
Todos llegamos tarde alguna vez.
¿Y nada más? ¿Acaso os preguntasteis un instante qué oculta la máscara
de un monstruo?
Me acuerdo de esa infancia interminable,
a caballo en la rama más valiente del árbol de los juegos.
Eso era algo; no
el paraíso exactamente, pero
-ternura pronta, cándido heroísmo y la avidez legítima del cachorro
intocado-
allí existía el orden. Y es curioso
que a la luz de una infancia ideal los enemigos sean menos enemigos.
También ellos tuvieron ese miedo indefenso que redime
y una conmovedora propensión al llanto.
¿Sabéis quién soy a solas? El que escucha
canciones tristes.
He soñado a menudo redimir mi egoísmo con un gesto, dar mi vida
a cambio de otra vida,
ser el súbito héroe que muere en el incendio.
Pensad en mí lejano, la cabeza inclinada.
Toda esa gente afuera, tanto frío, las calles se bifurcan y el camino que
lleva a la casa segura no se termina nunca.
Yo he pensado en la muerte y a menudo he ensayado una muerte
inofensiva, de poca sangre y mucho, mucho miedo,
sólo para ahuyentar de mí todo el ridículo y el asco de mí mismo,
cuchilla en las muñecas, quemadura en los brazos para seguir viviendo,
porque al fin el dolor es la consciencia, es el ruido del mundo que a
tu alrededor chilla y te agita los hombros.
Te aferras a esa vida con desesperación y, sin embargo,
eres adolescente: nunca sabes qué hacer ni qué decir, dónde poner las
manos y los ojos.
Tu cuerpo ya es grotesco y esas chicas se ríen. No te gusta tu cara.
Estás enamorado. Más allá de las fórmulas, los libros te insinúan una
vida más fácil en cualquier otra parte.
Los libros te consuelan en todo lo esencial.
Y tú en tu jaula estéril te revuelves, inútil, sudoroso, como en la noche
insomne cuando el calor te ahoga.
Dando palos de ciego. La novia de tu amigo. Matarías con gusto
cualquier signo de amor.
Usa de ese poder, usa los libros,
porque luego el perdón de Dios es una fórmula
y tú eres el no-muerto que debe defenderse, el hipócrita, el sucio y el
corruptor de sueños.
Dolorosa esta edad en que siempre estás solo
y a tu alrededor nace
la flor limpia de un mundo que nunca es para ti.