Se ha inundado mi cuerpo de un anhelo constante,
ríos de espesa sombra circulan por mis sienes,
un galopar me lleva, me arrastra no sé a dónde.
Mi carne se ha poblado de mágicos corceles.
Si me acerco a la piedra olvidada y silente,
siento latir la nada en su entraña sin nadie,
siento el mundo vacío como una ausencia inmensa,
siento una soledad hondísima en la carne.
Si reposo mi mano sobre la yerba helada,
siento que apreso un grave misterio inconfundible.
¿Quién me llama del hondo de esta sordera extraña
que el árbol sube al cielo soñado en sus raíces?
Lo desierto responde, responde eternamente
a mi anhelo de hombre, a mi llamada amante.
(La tierra, indiferente, va girando y girando
mientras los hombres siembran su ya gastada carne.)
La nada la llevamos sembrada entre las venas,
por eso nos halaga la noche sorda y grande;
pero también la vida llevamos en la frente,
que huye de la tierra para buscar el aire.
Qué terrible es, amantes, esta oquedad del mundo
cuando está llena el alma de un ansia que la colma,
y ver que un inclemente destino va poniendo,
en la amorosa carne, silencio y sombra y sombra.
Tan sólo el amor puede colmar estas ausencias
cuando la carne es grito para el amor nacido.
Tan sólo el amor colma la soledad inmensa
que siente el hombre y siente a través de los siglos.
Por eso aquí a tu lado, mujer, es cuando siento
que se inunda mi carne de celestes corceles
y que todo se puebla de tu clara presencia.
Ahora rebosa el mundo su fuego entre la nieve.
Aquí a tu lado siento que mágicos ramajes
se van abriendo lentos por mi carne de amante;
felices en su vuelo me hunden y me hunden
en la honda llamada de la carne a la carne.