La casa ha recogido
sus ruidos cotidianos en sí misma.
Solamente los libros y los grillos
hablan las lenguas de la noche.
Nada interrumpe la calma insular
de este escritorio
para oír la pulsación de la tormenta.
Hace horas la escucho golpear en los cristales,
de pronto agazaparse contra el muro de la noche
para caer desde lo alto repentina
con el diáfano estruendo de los rayos.
La ciudad toda se moja y en tinieblas como
el mar murmura el viento.
De lejos me llega una tenue melodía:
alguien canta replegado quizá en alguna esquina
o tras el húmedo rumor de una ventana;
entre la bruma
la voz pulsa en su propia soledad
la mía.
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