para José Emilio Pacheco
De nuevo abrió sus fauces calientes el Averno.
Vienen las pesadillas y el terror a morir
si el sueño al invadirlo se vuelve flama negra,
si al dormir se lo llevan a él, al lujurioso
lagar de los demonios. El niño enmudecido
contempla su silueta y llora. En la oscuridad
de su cama se sabe maligno si no reza
y no implora el perdón del Espíritu Santo
por los remordimientos que atiza el mismo Diablo.
Por todos sus pecados pide misericordia
y dice sus oraciones, otra vez y otra,
rogando por su alma enlodada y por la indigna
vecina de su calle que besa sus pestañas
cada vez que le mira; por su prima Rebeca
con quince años cumplidos a orillas de unos pechos
de miel y de serpiente; por su hermana, que guarda
revistas de pin-ups al fondo de su armario;
por las chicas del aula olorosas a jazmín
y a densa primavera, por todas las actrices
que torturan su espíritu la tarde de los sábados
después del catecismo. Por su culpa grandísima,
tan sólo por su culpa dice perdón mil veces,
hasta que llega el sueño narcótico y se pierde
en esos espejismos que vive en carne propia
y en nombre del Amor que hirió al jurar en vano.