Nos veía hablar, y sus ojos
de oscura cierva, suaves, lentos,
miraban, sabios, desde fuera
nuestras palabras, leve juego.
A veces en luz sonreía,
como no oyendo, y presintiendo,
igual que un niño ve el color
de lo dicho, sin entenderlo.
Mirándonos con la sonrisa,
respondiendo en su mirar quieto,
que palpaba las puras cosas;
ojos a tientas, ojos ciegos.
La grave forma de sus labios
no era gesto; era el cauce seco
de siglos besando el dolor,
de siglos de huraño silencio.
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