A mi hijo Pablo
(palabras para un poema)
¿Qué resta ahora de ti, padre dulcísimo?
A veces pienso que la carne, que la llagada,
la decisiva carne de tus hijos,
cayéndose a pedazos en la carne severa
de sus hijos, deshaciéndose en hilachos
en la carne de los hijos de sus hijos.
Pero hay también imágenes.
Por encima de todo, padre de amor,
hubo palabras: tú me descubriste
las palabras maduras y me obligaste
a conversar con los difuntos,
a escuchar con mis ojos a los muertos.
Al ver el estertor de un moribundo,
creí que la palabra belleza jamás
podía nacer de aquellas heridas purulentas.
¿Cómo podía el dolor ser un hermano
de la palabra verdad? ¿Por qué,
de aquella masa de sesos palpitantes
podían nacer la palabra de dicha,
la palabra bondad? Había que comer
para poder pensar, me lo dijiste
acaso en una noche oscura.
El pensamiento era un hermano,
muy cierto, de la sangre. La palabra
historia carecía de sentido si no estaba
junto a la palabra dolor. Y la palabra
guerra tenía un sonido llano, de granada
madura, más cierta todavía en los aleros
largos de la casa. Otras palabras más,
como muerte y camino, aparecían
como una mancha súbita, como el pus
que extraías de la herida de un niño.
Entonces no entendía, pero tampoco
ahora, es cierto, cómo, por qué,
de qué manera extraña, en una carne
delicada, en una piel delgada y suave
y corruptible, en esta carne hecha
toda para el amor, y dulce y tersa,
en esa carne que deglutía y era también
bazo y comida, intestinos y esófago,
¿por qué ahí, por qué también ahí,
oh dioses, oh miseria, podía nacer la palabra
de gracia, por qué la palabra destino?
¿Por qué se hincaba, amarga, la belleza,
reclamando sus fueros? ¿En esa carne
putrefacta y magra, en ese estómago
voraz, sangrante, por qué también ahí
caminaba, impune y sucia, la belleza?
¿Qué resta, pues, de ti? ¿Qué fue
de tus primeras ilusiones? ¿En dónde
quedó, olvidada, la palabra poesía?
¿En las tardes violentas, en el río
de aguas broncas, en la tierra salvaje,
en las máquinas acidas? En ese valle
decisivo y lento había finalizado
un largo viaje. Encontraste mujer,
hijos, destino, acaso conociste
quién eras, pues, por fin.
Fuiste mi causa, mi raíz, la libertad,
la gracia. Y me arrojaste afuera
de una cueva. La luz enceguecía.
Nocturnas aves mías, quizás
mis pensamientos, padre dulcísimo,
padre de amor y de congojas,
volaban tristes, gemían con un sonido
lúgubre y oscuro. Me empujaste
hacia afuera, destrozaste la roca.
Entonces salí al mundo.
Un pan costaba mucho, el agua
era imposible. Quise volver,
entrar de nuevo en la caverna oscura.
Pero tu mano me cerró el regreso,
con una espada en llamas.
Descubrí la miseria, entré
en la muerte, conocí el hambre
y la tortura, conviví con el miedo,
y otros hombres, mejores que yo,
me ayudaron, y mucho, a comprenderte,
padre de amor, padre dulcísimo.
Viví adentro del estruendo y siempre
había, en mitad de la calle,
una centella súbita, una luz
encendida: sabía que ahí estabas,
como el fiel de una balanza, quieto,
vigilando mis sombras. Y buscaba
belleza en tantos gritos, golpeaba
los muros de un aire hostil,
para construir la dicha.
Una vez, y otra vez, contra el muro.
Como contra un muro de fusilamientos.
En el límite último. Frente a una raya
que nadie puede pasar. En el abismo.
Arriesgando la vida. Buscando libertad.
Atravesando aquellas líneas de sombra.
En el peligro. En el borde sangriento
de la vida. Comiendo frutas acidas,
de bruces en un río,
sediento de sus aguas.
Gracias a ti, padre amantísimo,
náufrago para siempre de mí mismo,
hambriento todavía,
vivo de pura sed, muerto de amor,
dolido, sí, descuartizado
entre destino e historia.
entre fatiga y trabajos,
entre belleza y dolor.
La lluvia nos unirá sin duda un día.
Hojas que arrastra el aire,
seremos polvo y nada más que polvo,
un sol desnudo, material, de plomo,
cenizas, huesos,
piedras, todo.