Un hombre sueña,
deambula en el filo de la banqueta
del mundo;
aún es niño,
sus ropas invocan
una esperanza que resulta pretexto oportuno
para dar un rodeo a su tristeza.
Escruta puntual los misterios del tiempo,
sabe, porque desconoce, que su hacer lleva
un ex libris de interrogación permanente.
Desde su niñez intuye que su hambre es
espuria,
y lo es porque no es eficiente ni posee la
fuerza para convertirse en una cifra que
garantice prosperidad
ni alzas súbitas en los rendimientos.
Su hambre, que también es la de todos,
tan sólo es un acicate,
sin más rigor que eso,
sin más suntuosidad
que su sobrado aburrimiento.
Pero, en esencia, ¿qué busca?
¿Qué aherroja su estar en el mundo?
¿Qué estado de gracia le dará el horizonte
para la estupenda sensación deliberada de
estar vivo o de estar muerto?
Quizá su abreviada historia de sobreviviente.
De sobrevivencia a una memoria adulterada,
representada en escenarios
que se evaporan y se dilatan,
tanto como el miedo a vernos en un espejo
y reconocernos cadáveres;
o falsos cadáveres
que realizan con ahínco un pulso contra
el estoque de los que se llaman victoriosos,
contra los que hoy
dicen que todo fue
una enorme equivocación.