El hombre, creyéndose niño,
camina a la orilla del precipicio
y se lanza en pos del viento,
el que tiene forma de barrilete,
¿está en Santiago Sacatepéquez?
No, está instalado en el tiempo duro,
infatigable, rebelde.
Está otra vez en la frontera del ser y el estar.
En la eternidad del recuerdo,
en la búsqueda de lo cercenado,
en las añejas disputas
de una extenuante tarde de fútbol callejero,
en el moretón de la última pelea,
en las sedantes piernas
de la muchacha mayor
que pasa todos los días,
a las seis de la tarde,
sí, con ella, en su grupa,
en su desconcierto de adolescente.
Está en la andadura de sus días;
en las leyendas de los primeros guerrilleros,
los que tomaron la iglesia de la Parroquia;
está en los rostros de los judiciales,
en su sudor,
río de adrenalina y cobardía,
río de abismos,
ríos que simulan una pira
para desconsuelo de la algarabía de
mañanas pintadas de amarillo,
como si fuesen un sueño dorado.
Está en esos recuerdos que todos olvidaron.